viernes, 18 de enero de 2008

CARAMEL [Sukkar banat] de Nadine Labaki (2007) Líbano


ORIENTE (MUY) PRÓXIMO

Eloy Domínguez Serén


Oriente Próximo nos ha deleitado (e impactado) a lo largo del nuevo milenio con magníficos filmes (muchos de ellos de coproducción europea) que nos han abierto decididamente las puertas de un mundo del que en Occidente, a pesar de recibir a diario información casi exclusivamente de los capítulos más amargos que en él acontecen, todavía conocemos poco o nada. Se trata de un gesto apelativo, una apertura realizada desde dentro, invitándonos (y desafiándonos al mismo tiempo) a una inmersión en un contexto en el podemos ejercer de testigos de las diversas realidades sociales existentes en esta zona del planeta. Estas realidades vienen filtradas a través de una serie de autores que, a pesar de haber crecido y respirado en un mundo, en muchos aspectos, diverso al nuestro, tratan de narrar las vivencias de personajes con aspiraciones no muy lejanas a las de cualquiera de nosotros: buscar su lugar en el mundo y habitar en él del mejor de los modos posibles. Este es el caso de destacables obras de gran calidad como “Un tiempo para caballos borrachos” (2000), “Osama” (2003) (en este caso sería más correcta hablar de Oriente Medio), “Las tortugas también vuelan” (2004) o “Paradise Now” (2005). Sin embargo, todas estas películas tienen un intenso denominador común: se trata de historias terribles, desgarradoras, estremecedoras; auténticos dramas narrados con un aplastante sentido crítico y reivindicativo. Estos filmes ejercen de amargos espejos que reflejan y plasman realidades aterradoras, que azotan cíclicamente la conciencia del espectador occidental, requiriéndole que no olvide el drama que viven millones de personas que también coexisten en este planeta junto a él. Sin embargo, y paradójicamente, la afluencia de películas como estas hace necesaria también la llegada a nuestras salas de obras como la cinta libanesa “Caramel” (2007), film que, desmarcándose de la crudeza del registro de las anteriores, nos sumerge en la misma región del planeta a través de personajes cuyos miedos, esperanzas y sueños transcurren en un contexto, al menos en apariencia, menos próximo (que no ajeno) al peligro inminente de la guerra, la violencia extrema o las ocupaciones territoriales.

Este primer largometraje de Nadine Labaki, en el cual ha ejercido también de protagonista y coguionista, supone, a través de las historias de cinco mujeres que comparten retazos de sus vidas en el interior de un centro de belleza de Beirut, un hermoso acercamiento a una sociedad a mitad de camino entre oriente y occidente. El local en cuestión ejerce de testigo privilegiado de la convivencia de diferentes generaciones de mujeres libanesas, de sus relaciones, confesiones y ambiciones. Mujeres de no sólo diferentes edades, sino también de diversas condiciones religiosas, morales o sociales, que charlan desenfadadamente de belleza, matrimonio o sexo. Un microcosmo en el que el intruso masculino no tiene cabida (salvo en una divertida excepción), una isla femenina donde son ellas quienes tienen el poder. Cada uno de los personajes principales, interpretados por actrices no profesionales, deberá enfrentarse a sus propios fantasmas, ya sea la dura soledad producto de un desengaño amoroso, la batalla perdida contra el tiempo y el envejecimiento, la decisión entre la búsqueda de la felicidad o el sometimiento al peso de la responsabilidad o el miedo a contradecir unas convicciones sociales férreas materializadas en tabúes.

“Caramel”, que debe su título a la dulce mezcla de azúcar, jugo del limón y agua utilizada en la depilación en algunos países árabes, es una cordial muestra de cotidianeidad, amistad e intimidad. A pesar de significativas “advertencias” contra arcaicos aspectos culturales libaneses, el posible discurso de crítica social permanece tan sólo latente, cubierto bajo una superficie narrativa predominantemente afable. Todo el film cuenta con una estética visual potente, hermosa y cuidada, cromáticamente intensa e irradiante de sensualidad, encarnada en la voluptuosa Layale (interpretada por la propia Labaki) y su mirada magnética, intensa y hechizante, aunque siempre melancólica. Como en toda vida real, se suceden escenas entrañables, como la conversación simulada entre Layale y el benévolo policía o los románticos encuentros encubiertos entre Rima y su hermosa clienta, y escenas conmovedoras, como la esperpéntica prueba de casting de Jamale o la relación entre la costurera Rose y su hermana Lili. Como guinda al pastel, toda la obra viene acompañada de una dulce, suave y melódica banda sonora. Todos estos elementos hacen de “Caramel” un dulce de deliciosa degustación.

Título: Caramel

Título original: Sukkar banat

Dirección: Nadine Labaki

País: Francia, Líbano

Año: 2007

Duración: 95 min.

Reparto: Nadine Labaki, Yasmine Elmasri, Joanna Moukarzel,

Fotografía: Yves Sehnaoui

Guión: Jihad Hojeily, Nadine Labaki, Rodney El Haddad

Montaje: Laure Gardette

Música: Khaled Mouzannar



Eloy Domínguez Serén

Milán (Lombardía) - Italia

eloy_ds16@hotmail.com

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viernes, 7 de diciembre de 2007

PARANOID PARK (2007) de Gus Van Sant



JUVENTUD, BELLEZA, MUERTE, VAN SANT

Eloy Domínguez Serén


Con Last Days (2005), la crítica dio por concluida la llamada ‘Trilogía de la Muerte’ del director Gus Van Sant, que había iniciado en 2002 con la mala acogida de Gerry. Al experimento protagonizado por Matt Damon y Casey Affleck, lo sucedió el éxito de Elephant (2003), vencedora de la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes en la edición de ese año. Sin embargo, el actual realizador-icono de la esfera independiente americana quiso ampliar este ciclo sumergiéndose, una vez más, en una desalentada psicología adolescente en la que ya había indagado no sólo en dicha trilogía, sino también en films como el aclamado El Indomable Hill Hunting (1997) o en el poético road-movie Mi Idaho Privado (1991), en el que el director estadounidense conoció a una de las personas que, a la postre, más influiría en la futura temática de su futura filmografía: el fallecido River Phoenix. Van Sant, a quien un lúcido crítico estadounidense definió sabiamente como el “poeta de los inadaptados”, canalizó su sufrimiento por aquella prematura muerte en un libro titulado ‘Pink’ y evolucionó en su análisis de los entresijos de una juventud que había desmenuzado en Mi Idaho Privado.

Paranoid Park, definida por el propio director como “una visión de 'Crimen y castigo' en el mundo de los adolescentes que practican el skate-boardrepite”, penetra en la mente de un joven adolescente melancólico, solitario, impertérrito, hasta que un terrible suceso fortuito sacude todo su universo[1], sumergiéndolo en un agitado pantano de culpa y remordimiento. De este modo, el protagonista, Alex, se hunde en un claustrofóbico cosmos adolescente en el que los adultos no tienen cabida, hecho que el director subraya conscientemente desenfocando u ocultando las figuras de los distantes genitores.

Uno de los atractivos de este film radica en la soberbia dosificación de la información que nos ofrece un montaje muy particular, característico del nuevo cine de Van Sant, en el que se llevan a cabo inteligentes y frecuentes saltos temporales en torno a la acción clave del film. Así pues, la misma escena es presentada de diversos modos en varios momentos de la película, a través de los que se va desvelando paulatinamente toda la trama.

Otro factor notable de la obra es la inserción de dinámicas escenas a cámara lenta de skaters[2] en plena acción, rodadas en un exquisito súper 8 granulado bajo la dirección fotográfica de Rain Kathy Li. El resto del film, rodado en 35 mm con dirección de fotografía del australiano Christopher Doyle, asiduo colaborador del hongkonés Wong Kar-Wai, se apoya en intensos y acompasados primeros planos sobre el mustio protagonista, Gabe Nevins, actor no profesional al que Van Sant descubrió a través de la página web MySpace.com y cuyo trabajo afrontando un papel exento de exigencias interpretativas, es simplemente correcto[3].

La cámara acompaña al lacio adolescente a lo largo de interminables pasillos de instituto y tristes calles de Portland hasta el templo de las almas perdidas, Paranoid Park, “un lugar donde tienes la impresión de que, por muy mal que esté tu familia, siempre habrá alguien en una situación peor que la tuya”. Aquel lúgubre lugar, tal vez el único en el que nuestro protagonista se siente cómodo, será también testigo de la tragedia del joven.

Es notable la capacidad de Gus Van Sant para lograr amenizar el seguimiento de un film con un ritmo esencialmente lento, escasos diálogos o narración y una historia tan sencilla, cuya visión se convierte en un auténtico acto de placer. ¿Cómo logra entonces Van Sant un resultado tan óptimo con un contenido tan limitado? A través de la forma, una brillante forma, un placentero experimento estético. Escenas de extrema belleza y profundidad psicológica[4], lugares que se convierten en personajes propios, tablas de skate que conforman dinámicas pinceladas sobre la pantalla. Y todo acompañado siempre de una banda sonora majestuosa, que en tantas ocasiones relega al personaje principal a un segundo plano. Es el triunfo de lo escueto, la divinidad de la sencillez. Una maravillosa poesía minimalista.




[1] En un forcejeo desafortunado, Alex empuja a un guardia de seguridad a las vías del ferrocarril donde, literalmente, las ruedas de un tren lo parte por la mitad. Una muerte inútil, cruel. Una escena espeluznante con tintes de morbosidad.

[2] La escena casi onírica en la que un skater intenta salir de un túnel bloqueado en sus dos extremos por una verja es una auténtica genialidad simbólica. Tras causar la muerte del guardia, Alex intenta buscar una solución que lo saque del espantoso embrollo, sin embargo sabe que no hay salida posible y que tarde o temprano deberá pagar por su pecado.

[3] Las limitaciones interpretativas del joven actor quedan patentes en la escena en la que ve en televisión la noticia de la muerte del agente de seguridad ferroviaria.

[4] La escena en la que el protagonista, después del accidente, se ducha intentando limpiar su culpa con el sonido de aves de fondo, símbolo de la libertad que podría perder si es descubierto, es simplemente magistral. La ya antes mencionada escena en la que skaters se deslizan a cámara lenta a lo largo de oscuros túneles al final de los cuales hay una luz de esperanza, es un duro momento de tensión dramática, pero también una escena de una factura admirable. También digna de mención la escena en la que Alex quema la extensísima carta en la que plasma todos sus sentimientos de culpa respecto a la muerte del guardia.


Eloy Domínguez Serén

Pontevedra (Galicia)

eloy_ds16@hotmail.com

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miércoles, 14 de noviembre de 2007

JUVENTUD SIN JUVENTUD [Youth withouth youth] de Francis Ford Coppola (2007) Estados Unidos


OBSESIONES DE JUVENTUD

Eloy Domínguez Serén


Decía Francis Ford Coppola en la Festa del Cinema de Roma que no tenía ni tiempo ni ganas de buscar financiación para sus películas, por lo que prefería costearlas él mismo a través de su productora American Zoetrope. Probablemente ha sido una sabia opción, ya que es muy probable que el veterano y brillante director habría tenido con este proyecto de “redescubrimiento como artista” tantos problemas para lograr el apoyo de una productora que le permitiese libertad creativa como los que ha tenido que salvar recientemente, a base de confianza y mucha, mucha lucha, el siempre controvertido Darren Aronofsky en su elaboradísima pero, tal vez, demasiado presuntuosa La fuente de la vida (The fountain, 2006). Youth withouth youth, primer film como director de Coppola desde “Legítima defensa” (The Rainmaker, 1997), es un considerable esfuerzo intimista en el que una potente y desgarrada historia de amor nos sumerge en una interesante reflexión acerca de, según las palabras del realizador, “el tiempo, la conciencia y la base fantástica de la realidad”.

Nos hallamos ante una película atractiva, original, cuyo reparto encabeza un serio Tim Roth acompañado de la bellísima Alexandra Maria Lara y el siempre eficiente Bruno Ganz. La obra, adaptada por el propio Coppola de la novela “Tiempo de un centenario” del rumano Mircea Eliade, se presenta como un invite a la meditación, pero también como un desafío a, primero descubrir, luego interpretar, las complejas piezas de este confuso mapa que trata de transportarnos a los cimientos de nuestra civilización, proponiendo la seductora tesis del nacimiento del lenguaje como el origen de nuestra consciencia. Sin embargo, a la dificultad que supone procesar toda la información que el director nos transmite a un ritmo, en ocasiones, frenético incluso para nuestra atenta mirada, se suma una narración en la que tenemos frecuentemente una sensación de ambigüedad, con algunas escenas que parecen atropellarse. De este modo, la trama deja una creciente huella de incertidumbre que, junto a una siempre inevitable sombra de inverosimilitud, puede llegar a provocar ansiedad en el espectador.

Dicha incertidumbre hace que la reflexión acerca de Youth withouth youth sea uno de esos platos que se deben de servir fríos. La información comienza a digerirse tras la proyección, cuando nos dirigimos a nuestras casas mirando al suelo y esforzándonos por exprimir nuestro cerebro en busca de despejar el dilema que la experiencia de esta visión nos ha dejado. Sólo a nosotros corresponde la decisión de aceptar, o no, el reto de Coppola. Mientras tanto, nos preguntamos si este gigante viscontiano ha dicho ya su última palabra o si, por el contrario, volverá algún día al firmamento cinematográfico, cual ave fénix, regalándonos una nueva obra maestra. Esperamos ansiosamente.




Eloy Domínguez Serén

Milán (Lombardía) – Italia

eloy_ds16@hotmail.com

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