martes, 5 de octubre de 2010

DOMINGOS EN SERIE - 26/09/2010 (I)

LA PECERA SE HACE AÑICOS

Julio C. Piñeiro

En primer lugar, debo retractarme de la tardanza en la publicación de estas reseñas, que por primera vez, ha llegado al punto de atropellarse con las que corresponderían para esta semana y sobre las que pretendo (jurar es muy peligroso) que os sean ofrecidas lo antes posible. Lo dicho, es fácil no dar abasto con tanto estreno y tanta serie, y ahora además se nos vienen encima los festivales. Pero bueno, basta de agachar la cabeza y al ajo. Si os sirve de compensación, el análisis de la penúltima entrega (la última ha llegado el pasado domingo) de Mad Men viene algo más extensa que de costumbre, y por ello, en una entrada exclusiva. Y es que se podrían derramar ríos de tinta escribiendo de cada uno de los episodios de esta magnífica serie, que empezó fuerte y no hace más que mejorar. Comprobadlo vosotros mismos.

Mad Men 4x10: Hands and Knees

Entramos en la recta final de esta cuarta y probablemente mejor temporada hasta el momento de esta magnífica serie, y eso que el listón ya estaba bien alto. Un volumen que, sin adquirir un formato estrictamente serial, ha sabido evolucionar, o mejor dicho, hacer evolucionar a sus personajes de una manera envidiable. En esta última curva, nada mejor que rescatar la mayoría de los difusos y no demasiado marcados arcos de trama que hemos tenido desde el inicio, heredando, por supuesto, los inevitables efectos de temporadas anteriores.

Una temporada que partió de la esfera más profesional de los hombres (y mujeres) locos para irse adentrando progresivamente, a un ritmo inmejorable, en sus tormentos y fobias más íntimas y profundas, aquellas que se nos resistían y se nos entregaban con cuentagotas en los volúmenes previos. Ante todo, no olvidemos que se trata de hombres de negocios, y como tal, el capítulo se centra en las desventuras de todos y cada uno de los miembros de la cúpula de SCDP y sus respectivos entornos personales, siempre en relación al procedimental contexto profesional, es decir, los clientes de turno y no tan de turno. De todos menos de uno, el viejo Cooper, que siempre queda relegado a un acertado segundo plano, a modo de un individualizado coro de tragedia griega, a la par que reflejo de lo viejo ante la eclosión y evolución de lo nuevo.

Por fin tiene lugar la tan reclamada y anhelada referencia a los Beatles (Casciari, ¿contento?), aunque lamento deciros que la clase de historia no van por ahí, ya que el concierto del cuarteto de Liverpool se queda en la mera anécdota, y el furor queda resumido en un largo y chirriante grito de Sally cuando su padre le confirma las entradas. No, los tiros van por un lado completamente diferente. La Guerra Fría está llegando a su punto más álgido, con un creciente conflicto de Vietnam del que todavía queda lo peor y poco antes de la nefasta llegada al poder de Nixon. Y aunque ya hayan pasado los peores años de las listas negras, los Comités de Actividades Antiamericanas y toda la ola del McCarthysmo, la caza de brujas y la lucha anticomunista perdura y sigue con fuerza, aunque ya no sea tema de actualidad. Y aquí entra al trapo aquello que ya se nos venía preguntando desde el 4x01: ¿quién es Don Draper?

Los espectadores, privilegiados, ya sabemos la respuesta desde hace bastante tiempo. Pero dentro de la serie, aparte de los malogrados Adam Whitman (su hermano) y Anna Draper (su amiga del alma y “viuda”), sólo Betty (su ex-mujer) conoce los detalles y Pete (su ambicioso subordinado y ahora socio) contempló la punta del iceberg. ¿A qué viene tanta preocupación? Pues cuando uno menos se lo espera, la inicialmente estupenda adquisición de la cuenta de North American Aviation, la imprudencia y la poca cautela con lo que se firma y se deja de firmar llevan al Departamento de Defensa a realizar una autorización de seguridad a Don Draper. Si su vida personal estaba no hace mucho en el fondo del limbo, ahora su entera existencia se tambalea. Su puesto, su posición, su prestigio, todavía intactos, penden de un hilo. Tanto es así que hasta encarga a su abogado de confianza un fideicomiso para sus hijos.

Si hace algunas entregas se nos rompían los esquemas al ver a Don romper a llorar, ahora lo vemos desesperado, más vulnerable que nunca, hasta el punto de debilitar a su salud y por momentos tener un amago de infarto. Su necesitada mano amiga en este delicado momento no podría ser otra que Faye, lo más parecido a un alma gemela que existe en su vida. Sabíamos que la historia de ambos camina hacia algo serio, pero me he quedado realmente boquiabierto que nuestro protagonista le haya contado tan pronto a la doctora la verdad sobre su identidad, la auténtica respuesta a la pregunta que abría la temporada, cuando a Betty se lo estuvo ocultando durante tantos años sin que ella sospechase ni una pizca. Ahora bien, esta pronta revelación no es tan sintomática de la importancia de Faye en el momento actual de Don como del profundo estado de debilidad, y sobre todo, de arrepentimiento, de culpa, en el que éste se encuentra. Una culpa que lo lleva acompañando desde el mismo momento en el que decidió usurpar la identidad de un difunto, y que había logrado mantener tanto tiempo en el fondo de sus entrañas. Pero finalmente ha salido a la superficie.

Con todo, cuando el mar amaina (tras una inesperada intervención de Pete) y llega el turno del habitual final conclusivo, el epílogo nos regala una enigmática mirada de Don, de intenciones difícilmente descifrable, hacia su secretaria, Megan, cuya falta de cautela y atención fue la causa inmediata de todos los problemas que le vinieron de golpe, y por tanto, de toda esa angustia y esa culpa, hasta el punto que incluso se afirmó merecedora del despido. La mira desde el otro lado de una puerta, que queda abierta (y no se cierra, como sí ocurría en el magistral plano final de El Padrino) sin que ella se percate, cuando se maquea para salir del edificio al acabar una dura y tensa jornada. Pero señor Draper, ¿no es un poco pronto para volver a las andadas?

Empezamos el off-Draper con los personajes a los que ha salpicado co-lateralmente el asunto de la autorización de seguridad. En primer lugar, e insólito, Pete Campbell, socio de la empresa aunque su apellido no forme parte del nombre. Un trepa descarado ya desde sus tiempos de ejecutivo junior, en la primera temporada ya vimos sus intentos de derrocar al “gran jefe” (aunque de aquella “sólo” era el ejecutivo más valioso) en cuanto descubre su secreto personal. Sabemos que si este hombre está donde está es por sus contactos, por su matrimonio con una ingenua niña bien y por su proveniencia de una familia en la que no le faltó de nada. De esta manera, las tornas se invierten, y ahora es Don quien está en posición de inferioridad con respecto a él. Campbell tiene contactos en todas partes, también en el Departamento de Defensa, y por ello, es el único que puede salvarle discretamente el pellejo.

Y a pesar de las ganas (y la envidia) que siempre le ha tenido a Draper, accede a ayudarlo. Aunque le acarree la pérdida de una cuenta por la que había luchado tanto tiempo y que iba a reportarle grandes beneficios a SCDP. Y aunque esta pérdida provoque la decepción de la junta y que él mismo se gane las descalificaciones más pérfidas del cabronazo de Sterling, el que siempre había sido su mayor valedor, y que ahora ningunea por completo su trabajo y su aportación a la empresa. Pete está irreconocible, ha dejado pasar la oportunidad de hundir a Don que tanto tiempo llevaba deseando. ¿Qué es lo que esconde? ¿Redención y conciencia? Lo dudo mucho: chantaje a la vista. Por cierto, se trata del primero de la oficina en saber, aunque de manera accidental, el idilio de Draper y la dra. Miller, un descubrimiento que lo hace sentirse todavía más incómodo.

En segundo lugar, estaba claro que Betty tendría algo que ver en este asunto, por las buenas o por las malas. La guerra de los Draper se toma una obligada tregua y se reserva para la recta final. Y es que Betty, por mucho resentimiento que albergue hacia su ex, sabe que intentando hundirle no conseguirá más que perjudicarse a sí misma, a sus hijos, y también, por qué no, a su actual marido. En cuanto los agentes de defensa acuden, sin previo aviso y de imprevisto, a su domicilio para interrogarle acerca de Don, la rubia salva la papeleta con la discreción que le caracteriza, sin permitir que su obvio nerviosismo la acabe delatando. Henry, que no logra deshacerse de la sombra de Draper ni a la de tres, pretende que su esposa le cuente de qué va el tinglado, pero Betty, sensata y prudente como ella sola, prefiere dejarlo cerrado con llave y no remover aguas pasadas. Quién sabe, es bastante probable el propio Henry esconda también sus propios trapos sucios; al fin y al cabo, está metido en política, ya sabemos lo que eso significa. Cuando las barbas de tu vecino veas cortar,...

También nos hablan de Pryce. El más soso y aséptico de toda la junta, al que pudimos ver desbocado, en el buen sentido, a principios de temporada. Sabemos por inducción que su vida personal ha tenido no pocas turbulencias en los últimos años. De hecho, esa fue la razón de haberse mudado de manera tan repentina de Londres a Nueva York. Y entonces llega su anciano padre, directamente a la agencia, dispuesto a llevárselo de vuelta a casa para que resuelva sus conflictos personales en vez de huir de ellos como un cobarde. Lo peor no es que se lo lleve de fiesta junto a un Don que no pinta nada en el asunto, ni tampoco que pague a una de las mujeres de compañía del local para que se haga pasar por su pareja. Mad Men no es especialmente pródiga en momentos WTF (no es su estilo), pero en este episodio nos espeta uno en toda la cara. En la última noche de la visita de papá, la call-girl los deja a solas para que hablen de sus asuntos. Está claro que a Pryce no se le de tan bien aparentar como a sus socios, su viejo lo huele y le da un señor bastonazo en la cabeza y le pisa con saña la mano hasta que acepte cumplir aquello para lo que su señor padre ha venido. Así, en la reunión de la junta Lane anuncia que se tomará una “excedencia” sin vacilar lo más mínimo a la hora de explicar los motivos. En definitiva, una subtrama algo inconexa pero muy intensa e interesante.

Nos queda el más cínico y viperino de todos los jefes, Roger Sterling, que en este capítulo comienza a caminar en la cuerda floja, y la verdad es que se lo merece. El suelo sobre el que caminaba con tanta arrogancia, despotismo y vanidad resulta no ser tan estable como él creía. Lucky Strike, la cuenta estrella de SCDP desde hace mucho tiempo (que ni siquiera él consiguió), y cuyo mantenimiento le ha servido para mantener su amplia cuota de poder en la agencia pese a ser cada día más inoperante y acomodaticio, puede tener los días contados. Así se lo hace saber el niño de papá, Lee Garner Jr.. Al parecer, ante el delicado estado de salud del jefe, cuya muerte se nos confirma hacia el final del capítulo, la junta decide reubicar la cuenta en una compañía de mayor renombre. Nunca vimos a un Sterling tan arrastrado y cepillón como en este momento. Su posición pende de un hilo, y sólo suplicando como un niño lloroso es capaz de ganarse el tiempo necesario para intentar enderezar el asunto. A todo cerdo le acaba llegando su San Martín. Encima, comete la indignante osadía de reír a modo de mofa en el momento en que Pryce anuncia que Joan se encargará de sus funciones durante su ausencia.

Efectivamente, hablar de Sterling implica asimismo hablar de Joan, de la que también hemos tenido que esperar bastante para descubrir su lado más vulnerable, más humano. Su sempiterno idilio secreto ha vuelto a las andadas, justo cuando parecía que estaba más que superado. Roger tiene un debilidad, de pelo rojo y muchas curvas. Y al mismo tiempo, en plena soledad tras la partida de su marido hacia un frente muy lejano, ella no se puede resistir. Tanto que el pollo se acaba quemando y la marea roja de La Secretaria se ha ido de viaje una temporada. Aunque Sterling manifiesta unas dudosas intenciones de mantener al niño y que ella lo críe con su legítimo esposo como si fuese concebido “en los términos del Señor”, a la tercera todavía no va la vencida y Joan decide someterse al que será ya su tercer aborto.

En la clínica de turno (desconozco hasta qué punto eran legales este tipo de prácticas y cómo funcionaba esa clandestinidad) se encuentra con un caso que la deja helada, mucho más preocupante que el suyo, aunque algo más comprensible de cara a una galería ya denostada de por sí. Antes que ella le llega el turno a una adolescente de apenas 17 años, concebida a su vez a una edad muy temprana por una madre convencida de que Joan está allí no por ella sino por “su hija”, algo que la pelirroja no vacila en negar. Una manera sobresaliente de mostrar el reverso más oculto e indecoroso de la “América de los valores” sin caer en la sordidez y el patetismo y manteniendo la elegancia que caracteriza a esta serie, que precisamente tiene en el juego de las apariencias uno de sus mayores avatares temáticos y narrativos. Otro sensacional capítulo, esta vez salido directamente de la pluma de Matthew Weiner.


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