miércoles, 25 de agosto de 2010

DOMINGOS EN SERIE - 22/08/2010 (I)


EL HADA Y EL SOL NACIENTE

Julio C. Piñeiro


Sólo quedan dos capítulos para el final de la tercera temporada de True Blood. Por ello, los guionistas han decido pisar en cierta manera el freno a ese tremendo acelerón que pegó la serie a partir del séptimo capítulo. Eso sí, el episodio de esta semana está cargado de revelaciones, por lo que no resulta decepcionante en absoluto.

En cuanto a Mad Men, ya no sé qué más decir. Por la disposición de la cuarta temporada hasta el momento, a este episodio le tocaría ser “Don-céntrico”, pero no existe razón de peso alguna para seguir esa mecánica a rajatabla. Así, tenemos un capítulo intenso y bastante novedoso, y aunque Draper parezca estar más desplazado del centro del huracán que en otros capítulos, no deja de ser él mismo, de nuevo, quien corta el bacalao, algo en lo que nadie le supera. Para los fans de Betty, estáis de suerte: vuelve la guerra de los Draper, con un asalto inesperado. Vamos con las reseñas.


True Blood 3x10: I smell a rat

Pues como ya he dicho, este décimo y antepenúltimo episodio no lleva impreso un ritmo tan adrenalítico ni un tono tan desbocado como los tres anteriores, pero se aleja bastante de la sosería, el pasteleo y el olor a rancio de los primeros compases de la temporada. Simplemente se trata de una última curva, muy pronunciada, unas piedras en la pista antes de la recta de final de temporada, donde nos dejarán sin aliento hasta la línea de meta. Al mismo tiempo, resulta todo un gustazo ver como la serie se hace cada vez más coral a medida que avanza la temporada. El ojo del huracán ya no está tan primordialmente copado por Sookie y Bill, y hay más salidas que Eric. ¿Será que muchas veces atrae más el entorno que los sujetos centrales? Puede ser, y me alegro de que hayan tomado esa determinación.

Ante la carencia de grandes secuencias de acción y de momentos especialmente tensos, la chicha del relato se basa en un movimiento bidireccional, con un capítulo muy cargado, hacia el pasado, de revelaciones fundamentales acerca de varios personajes, y hacia el futuro inmediato, con importantes movimientos que afectarán a las tramas sucesivas.

Primeramente, la revelación más importante de todas, aquella que nos llevan ocultando desde la primerísima entrega de la serie, y que, vistos los movimientos del capítulo anterior, no se podía demorar más. Efectivamente. Ya sabemos qué tipo de espécimen es la señorita Stackhouse, desde el principio intuíamos que no era algo del todo normal. Se conoce por fin la ficha que faltaba en ese tablero lleno de vampiros, lícanos, cambiantes y demás engendros fantásticos: las hadas.

Pero lo mejor de ese secreto destapado no es tanto el secreto sí, sino todo el juego dramático que puede dar. La sangre de las hadas es la mayor delicia que un vampiro pueda jamás probar. Ya conocemos por fin por qué interesaba a tanto a Eric, a Sophie-Anne y a Russell. Pero lo mejor de todo, sabemos que el amor que Bill sentía por su querida Sookie puedo no haber surgido de manera espontánea, y puede, incluso, que esa apetitosa sangre sea lo que esté realmente moviendo al señor Compton, como así nos dio a saber cuando sacó a relucir sus instintos más salvajes, dejando en como a su amada, por la que tantos ríos de sangre lagrimal ha derramado. ¿Será esa la crisis definitiva que catapulte por fin a Sookie a los brazos de Eric?

En cuanto a esa última cuestión, también se han movido fichas. Eric tiene por delante una lucha ante el villano oficial de la temporada, el cínico y obsesivo Russell. Un Russell del que, por otro lado, advertimos su motivación más profunda: la dominación y la supremacía vampírica sobre la especie humana es únicamente el final del proceso, ya que la semilla más arraigada de su plan de venganza es la muerte de su amado Talbot, cuyo recuerdo provoca remordimiento y resquemor, y así, la peor de las obsesiones. Vamos, que el sueco lo tiene bastante difícil ante un vampiro tan veterano y tan sediento de vendetta. Previniendo su fin, firma un testamento y se lo deja todo a una decepcionada Pam (que esperemos que sea más determinante en los últimos dos capítulos).

Pero el rubio sabe que su única posibilidad en esa gran batalla final (que está tomando proporciones de videojuego, como si del gran jefe de templo se tratase) reside en Sookie, su más preciado objeto de deseo. Por ello, la embauca para encerrarla en el sótano del Fangtasia, y así conservar segura su mejor (y única) carta para salir vivo de la que se le viene encima. Lo mejor fue la forma de embaucarla. Él, alegando la cercanía de su muerte, le pide un beso como última voluntad, mientras que ella, a regañadientes, accede, con el fin de conocer el auténtico propósito del sueco. Por fin los rubios se han dado el bistec (aunque no nos conformaremos sólo con eso), por fin podemos hablar sin dudar de un trío amoroso, que por cierto, lució muy sensual (al modo particular de la serie) en la portada del último número de Rolling Stone. El lance, tan intrincado como carnoso, guarda muchas similitudes, relativas a la actitud de sus “contendientes”, con el primer beso de Sawyer y Kate, que se produjo de la misma manera aunque con más violencia a la par que sensualidad.

Aunque, como ya he dicho, la narrativa es cada vez más coral, es decir, hay mucho meollo al margen del (ahora ya oficialmente) trío calavera. Un importante relato hacia el pasado lo tenemos en Sam, que rememora el trauma que lo ha hecho tan comedido y paciente con sus instintos más salvajes, su naturaleza violenta propia de un cambiante como él, y que, por tanto, le hizo acumular tanta ira y frustración hasta el punto de liberarla toda de golpe. Todo Bon Temps lo mira con temor, y él quiere desquitarse cuanto antes de esa imagen violenta y desbocada que le ha quedado. Especialmente con respecto a su hermano, en quien despertó un peligroso sentimiento de admiración. Pretende evitar, a toda costa, que su hermano vuelva a esa espiral de violencia y sordidez en la que estuvo sumergido toda su vida, hasta que el bueno de Sam lo apartó de los brazos de sus espantosos padres.

Por otro lado, Lafayette vuelve a intervenir (ya era hora), aunque ahora como catalizador interesado. Durante una “sesión de V”, él y Jesus emprenden un fascinante viaje psicotrópico, uno de esos grandiosos momentos alucinógenos que tanto nos gustan de la ficción de Alan Ball. Lo mejor es que mediante esta secuencia, tan divertida como visualmente imponente, descubrimos el pasado oculto y desconocido de Jesus, sus ancestros brujos y chamanes, que de seguro tendrán relevancia en el final de temporada, o como muy tarde, en la temporada sucesiva.

También se destapa el enigma de Hotshot. Crystal da un paso adelante y se presenta ante Jason como lo que es, una cambiante, tomando la forma de una pantera. ¿Estamos ante el mismo tipo de cambiante que los Merlotte? ¿Habrá también una milenaria disputa interna entre diferentes facciones de esta especie? Por otra parte, Jason no puede más con sus machacantes remordimientos y le cuenta a Tara, ahora más valiente pero eternamente llorona y sufrida, la verdad sobre la muerte de Eggs. Esto servirá para redimensionar las motivaciones de Tara, que ahora sí tendrá a alguien a quien culpar y con quien desquitarse de la culpabilidad.

Tampoco las tramas más secundarias se quedan atrás. El romance de Hoyt y Jessica adquiere por fin algo de atractivo y abandona ese tufo remilgado, cuando ella lo defiende del ataque de Tommy (en forma perruna) y le da de beber su sangre para curarle las heridas. Habiendo vínculo, habrá movimiento (sin tiempo no era). Por último, la esperada intervención de Holly (la nueva) se establece en relación con Arlene y esa posible trama tipo “semilla del diablo” que ya se sugirió con anterioridad. Ella es la única que le puede ayudar a abortar a una mujer tan tradicional como ella, ya que ni siquiera el pasmado de Terry está dispuesto, por mucho que ya le haya contado que el niño no es suyo. Este argumento tiene pinta de dar caña en la próxima temporada, ¿no créeis? El asunto es que nos esperan dos episodios espectaculares, y yo no me lo pienso perder.


Mad Men 4x05: The Chrysanthemum and the Sword

Si algo caracterizó por encima de todo a los sesenta, la época que esta serie recrea como nadie, es la idea de cambio. Y dentro del cambio, un elemento fundamental es el choque de culturas, especialmente cuando la hegemonía económica estadounidense empezaba a debilitarse por la irrupción de nuevas economías competitivas en el mundo. Así, a los hombres de negocios no los queda otra que introducir en sus políticas de empresa un cierto aperturismo.

En este orden de cuestiones germina la trama principal de este episodio, puede que el más intenso en lo que llevamos de temporada. Ante la posibilidad de adquirir la cuenta de Honda, en los albores de su expansión a los coches, los hombres de SCDP organizan una reunión con tres ejecutivos nipones, de los cuales sólo uno habla la lengua de Shakespeare. Entonces en la agencia surgen dos posturas enfrentadas, que marcarán el rumbo del capítulo. Por una parte, tenemos la mentalidad aperturista, con atisbos de innovación, modernidad y convergencia, presente en la gran mayoría de los hombres de peso de la agencia. A modo de briefing, se les obliga a leer El crisantemo y la espada para que sepan entender y se familiaricen con su visión tan particular de los negocios, que responde a unos patrones muy tradicionales, donde el honor y las reglas, algo de lo que precisamente carecen los hombres locos, adquiere una trascendental importancia.

En el otro extremo tenemos esa actitud sumamente reaccionaria no de Cooper (que vuelve a demostrar su profundo conservadurismo cuando hace referencia a las marchas de Selma, una nueva lección de historia norteamericana, de esas que tanto aportan a la serie) sino de Sterling, combatiente de la guerra, y negado a cualquier tipo de contacto con los hombres del sol naciente. Si es que a veces uno es más papista que el papa y no se da cuenta. Además, sobre esta postura tan fuerte y arraigada, de la que no deja de reafirmarse en todo el episodio, no subyace solamente el miedo ante la amenaza de una potente economía emergente, sino también la pérdida de poder e influencia de Sterling en la agencia, ante la menor dependencia de la cuenta de Lucky Strike que él gestiona con exclusividad. Tenemos de nuevo esa dicotomía entre lo viejo y lo nuevo, esta vez de manera más compleja (y contradictoria), mediante dos frentes inversos pero complementarios: el tradicionalismo japonés ante la “modernidad” yankee, y el aperturismo de Draper o Campbell (aunque sea interesado) frente al reaccionarismo obcecado de Sterling.

Al mismo tiempo, se va tejiendo un argumento que se vuelve complementaria e interdependiente con el principal, conformando una especie de megatrama. La competencia entre las agencias es más encarnizada que nunca (si ya lo es dentro de agencia, imagínense). Esta lucha pasa al terreno personal, con ataques públicos, dardos maliciosos, entre los peces gordos de las diferentes compañías. Se da la circunstancia de que CGC se está llevando todas las cuentas que SCDP pierde (Jai Alai y Clearasil), y Ted Chaough, su cabeza visible, no se corta a la hora de rajar de su homólogo, Don Draper, en el mismísimo New York Times.

El principal conflicto se produce cuando CGC se postula como el candidato perfecto para llevarse la cuenta de Honda, una vez que SCDP parece haber perdido su oportunidad de la manera más absurda y repentina. Quizás estemos ante la mayor jugada profesional de Don Draper, la enésima demostración de que es un auténtico fenómeno insuperable. Dijimos anteriormente que en el capítulo se enfrentaban dos dicotomías inversas y complementarias, dando cuenta de la ambigüedad y relatividad de la moral y la ética ya en aquella época. Pues bien, el mecanismo de manipulación que utiliza Don aparece igualmente relacionado con esa amalgama de conceptos. Así, ese juego de guerra sucia, espionaje y contraespionaje de Ted Chaough en el que Draper parece meterse que un treta, un engaño, un auténtico farol de maestro. Un farol similar al que emplea en la última parte del proceso, a la hora de persuadir a los nipones tras la gran afrenta de Sterling: renuncia de primeras, sin más dilación, echándoles en cara su falta de honor al haber respetado las reglas. Así, se invierte el sentido de la ofensa, y SCDP se acaba llevando la cuenta. Don les da de su medicina a unos y otros, de esa manera los embauca para conseguir su objetivo. Está claro que este hombre, de no trabajar en publicidad, estaría de agente ya no doble, sino triple.

Pasamos a la esfera íntima. Vuelve Betty al ruedo, las plegarias de cientos de fans clamando su presencia parecen haber sido escuchadas. Se produce el primer asalto de la esperada guerra de los Draper, todavía irresoluto, y en un escenario tan peliagudo como inesperado: Sally. La primogénita ya está algo crecidita, y hace un par de capítulos, ya se intuía que su personaje iba a adquirir más importancia e interés. Lo que en principio parece quedarse en un corte de pelo fallido, funciona como indicio de lo que realmente viene: la niña, ante la frustración de la ruptura familiar, decide romper moldes y atreverse a experimentar con su cuerpo. La escandalizada Betty, de primeras, no duda en mostrarse autoritaria y rigurosa delante de su ex-marido, su pareja actual y sus hijos. Pero ya el siguiente paso, cuando la actitud de su hija se vuelve más preocupante, y pese a su reticencia inicial, decide enviar a Sally a una psicóloga, aconsejada por Henry.

Tenemos aquí un imponente déjà vu, una historia que se repite. Betty no parece haber superado en absoluto la terrible huella que el tratamiento psicológico le dejó, y piensa en la “corrección” de Sally como su catarsis propia, por mucho que no pueda evitar una cierta conciencia de culpa ante la posibilidad de traumatizar a su hija por no saber afrontar sus propios fantasmas. Ella, como siempre, culpa a Don, tanto de los problemas de la niña como los de ella misma, y él, que de sumiso y resignado no tiene ni un pelo, le achaca que es precisamente ella quién ha detonado esa espiral de confusión y desasosiego en sus hijos. Sally entra en la consulta de la psicóloga, la puerta se cierra, la guerra no ha hecho más que empezar, y como en todas, la pagan quienes no deben.

Por último, la TSNR principal queda relegada pero no abandonada, y en poco tiempo se mueven fichas importantes. La Dra. Miller consigue abrir el duro caparazón de Don, cuando, en un momento de recreo, éste le expresa lo dificultoso que le resulta relacionarse con sus hijos desde la separación. Cuando le toca al turno a ella, confiesa que está soltera, y que el anillo que lleva sirve únicamente como defensa, como repelente, como mentira piadosa para poder realizar su trabajo en condiciones; por supuesto, nadie lo sabe. Un duelo de erizos. ¿Quién será el primero que se quede sin púas?


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