martes, 24 de agosto de 2010

LEER CINE: EL DOCUMENTAL. HISTORIA Y ESTILO (1974) de ERIK BARNOUW



EL DOCUMENTAL.
HISTORIA Y ESTILO

Eloy Domínguez Serén

En 1974, la Oxford University Press publicaba la primera edición de una de las obras más influyentes de cuantas se han escrito sobre cine documental. Documentary: A History of the Non-Fiction Film, obra del prestigioso historiador estadounidense de origen holandés Erik Barnow, es una concienzuda y grandilocuente retrospectiva de la historia de cine documental, desde los primeros experimentos de Eadweard Muybridge y la presentación del cinématographe de Louis Lumière, hasta el impacto del documental sobre el medio televisivo tras la guerra de Vietnam, primer conflicto bélico filmado en directo.
A lo largo de este didáctico viaje a través de más de un siglo de vida de cine documental, Barnouw estructura esta disciplina en trece categorías temático-cronológicas, en función de factores sociales, políticos, culturales y tecnológicos.

En la primera de ellas, el documental profeta, el autor introduce a precursores como Pierre Jules César Janssen, Étienne Jules Marey o el propio Muybridge, a quien Barnouw reconoce la virtud de haber “anticipado un aspecto decisivo de la película documental, la capacidad que ésta tenía de mostrarnos mundos accesibles, pero por una razón u otra desconocidos” (2005:12). A continuación, el autor expone los motivos por los que el cinématographe de Lumière se impuso al kinetoscopio de Thomas Edison, estableciendo, de este modo, el nacimiento oficial del cine en 1895 y, en consecuencia, fechando también así el origen del cine documental.
La segunda categoría, el documental explorador, focaliza su atención sobre la figura de Robert J. Flaherty, el llamado padre del cine documental. Su obra Nanook, el esquimal , estrenada en 1922 como resultado de dos décadas de exploración y casi una década de filmación, es considerada la primera y más influyente película documental de la historia.
Si Flaherty es el mayor exponente del documental explorador, el ruso Dziga Vertov (Denis Abramovich Kaufman) lo es de lo que Barnouw califica como documental reportero, una nueva clase de periodismo cinematográfico que reivindicaba, según varios manifiestos escritos por el propio cineasta soviético, la necesidad de que productores y distribuidores se erigiesen en organizadores de “la vida que se presentaba a la vista”, armados con “ojos maduros”. Con su proyecto Kino-Pravda, Vertov desarrollaría una doctrina según la que “el cine proletario debía basarse en la verdad y presentar fragmentos de la realidad actual reunidos con un sentido” (2005:54). El cineasta se propuso dramatizar “la prosa de la vida” en una película que despertase una “nueva percepción del mundo”, y el resultado fue la obra maestra El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), un prodigio en el que “vemos cómo se elabora una película y, al mismo tiempo, vemos la película que se está haciendo” (2005:61). La naturaleza de este film podría sintetizarse citando otro de los numerosos manifiestos que Vertov publicó a lo largo de los años: “usar la cámara como un ojo fílmico más perfecto que el ojo humano para explorar el caos de los fenómenos visuales que llenan el universo”. Esta era la filosofía de vida de un autor que se autodefinía del siguiente modo: “soy un ojo fílmico, soy un ojo mecánico, una máquina que os muestra el mundo solamente como yo puedo verlo”.
La siguiente categoría que señala Barnouw es la del documental pintor, como resultado de la atracción de escultores, músicos, escritores, arquitectos, fotógrafos y, especialmente, pintores, por el medio cinematográfico, al que consideraban “un arte pictórico, en el que la luz era el medio y que comprendía fascinantes problemas de composición” (2005:66). El autor destaca películas como Berlín: sinfonía de la gran ciudad (Berlin: die Sinfonie der Grosstadt, Walter Ruttman, 1927), Sólo las horas (Rien que les heures, Alberto Cavalcanti, 1926), Lluvia (Regen, Joris Ivens, 1929) o A propósito de Niza (À propos de Nice, Jean Vigo, 1939) como algunas de las principales obras de esta tendencia del cine documental. Del propio Vigo, Barnouw trae a colación la elocuente manifestación que realizó en una conferencia en París según la que, para que el documental fuese interesante, su autor debía “ser lo bastante sutil para pasar a través de una cerradura rumana y filmar al príncipe Carol mientras éste se ponía su camisa de dormir. Y lo bastante pequeño… para agazaparse debajo de la silla del croupier, el gran Dios del casino de Montecarlo”. (2005:72)

Sin embargo, el advenimiento del cine sonoro transformó radicalmente también la producción de cine documental. El estatus de la imagen se debilitó ante la prevalencia de la palabra, y las exploraciones visuales de movimientos y estructuras fueron reemplazados por discusiones estéticas sobre los empleos del sonido. Esta transformación tecnológica e industrial coincidió con otra de carácter social: el paso de la prosperidad al descalabro económico y a la depresión mundial. Por lo tanto, tal y como argumenta Barnouw, “el filme documental, al adquirir el habla en ese preciso momento, estaba inevitablemente llamado a intervenir en la lucha. El en terreno documental, el cine llegó a ser un instrumento de lucha” (2005:75).
La dimensión social que adquirió el cine documental se tradujo en tres diferentes ópticas desde las que los cineastas apelaban a su público: el documental abogado, el documental toque de clarín y el documental fiscal acusador. En este sentido, tuvo vital importancia el esfuerzo del escocés John Grierson por difundir un modelo en el que el autor de documentales asumiese un punto de vista crítico y analítico. La politización del documental se extendió velozmente, aunque no siempre con el resultado que sus impulsores habrían deseado.
En Alemania, tan pronto como Adolf Hitler accedió al poder en 1933, su ministro de Ilustración Popular y Propaganda, Joseph Goebbels, ejerció un férreo control sobre todos los medios de comunicación. Como consecuencia de tales medidas, en la Alemania nazi comenzó a registrarse una rápida y catastrófica decadencia de la cinematografía, bajo la que, sin embargo, se gestó una de las películas más asombrosas de todos los tiempos: El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), de Leni Riefenstahl. Esta colosal producción se consideró un éxito extraordinario de propaganda que hizo que mucha gente se adhiriera a la causa de Hitler. “Algunos críticos –señala Barnouw- estimaron que la parte de culpa que tuvo Leni Riefenstahl en semejante propaganda era algo imperdonable. Pero también se ha hecho notar que ninguna otra película fue tan utilizada por las fuerzas de oposición al régimen. Las naciones alineadas contra Hitler emplearon extensos fragmentos de El triunfo de la voluntad en sus propios filmes de propaganda, pues nada pues nada pintaba con tanto vigor la índole demoníaca del liderazgo de Hitler y os escasos valores humanos que lo apoyaban. Las cámaras de Riefenstahl no mentían; mostraban un proceso que nunca perdió su fuerza escalofriante” (2005:95).
El estudio de El triunfo de la voluntad fue también determinante para Frank Capra a la hora de realizar Por qué luchamos (Why We Fight, 1943), la célebre serie de siete documentales que el departamento de guerra de los EEUU encargó al reputado cineasta con el objetivo de involucrar a la sociedad americana con la causa aliada durante la Segunda Guerra Mundial.
Tras el fin del conflicto bélico, el rol del cine documental pasó de ser el de abogado defensor a fiscal acusador. La documentación de los crímenes de guerra había sido un objetivo prioritario para los camarógrafos que habían acompañado a los ejércitos en el campo de batalla, y estas filmaciones no sólo fueron utilizadas en los tribunales, como en el caso de los juicios de Nuremberg, sino que se erigieron como testimonios fundamentales de denuncia y concienciación que se exhibieron en noticiarios y películas documentales en las salas de exhibición, con importantes títulos como El juicio de las naciones (Sud Naradov, Roman Karmen, 1946) o La tragedia de Japón (Nihon no Higeki, Keisuke Kinoshita, 1953). Sin embargo, tal y como asevera Barnouw, “de todos los documentales nacidos de los horrores de la guerra, el más admirado fue incuestionablemente Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), dirigida por Alain Resnais” (2005:162). En un estimable reconocimiento al film del director francés, el historiador cita íntegramente el comentario reflexivo que se introduce al final de la cinta:
NARRADOR: El crematorio ya no se usa. Los dispositivos de los nazis son obsoletos. Los espectros de nueve millones de muertos rondan por este paisaje. ¿Quién está en el mirador de esta extraña torre para advertirnos sobre el advenimiento de nuevos verdugos? ¿Son sus rostros realmente diferentes de los nuestros? Entre nosotros hay felices Kapos, oficiales repuestos en sus cargos y desconocidos delatores. Están aquellos que se negaron a creerlo o que lo creyeron sólo de vez en cuando. Y están aquellos que sinceramente miran hoy las ruinas como si los antiguos campos de concentración hubieran perecido o estuvieran sepultados bajo ellas. Están aquellos que pretenden alentar de nuevo esperanzas a medida que la imagen se desvanece, como si hubiera remedio para los males que asolaron estos campos. Están todos aquellos que fingen que todo eso ocurrió sólo una vez en cierto lugar y en cierto tiempo, y aquellos que se niegan a ver, que hacen caso omiso del clamor que llega desde el fin de los tiempos.
Durante una década y media el documental se había dedicado exclusivamente a la guerra: la amenaza de la guerra, la propia guerra y la posguerra. Pero, tras el conflicto, “el documentalista escudriñaba el futuro en busca de un papel que cumplir en un mundo que le resultaba desconocido” (2005:64). Así, fueron brotando varias tendencias. Una de ellas se orientaba hacia la película de ficción con visos de documental, como en el caso de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945), obra fundacional del neorrealismo italiano.
Otra corriente se alejaba hacia la poesía y se componía a menudo de cortometrajes intimistas en los que un solo artista concebía las obras, las filmaba y él mismo se encargaba del montaje; ésta era una reacción contra los proyectos en serie de la época de la guerra. En lugar de las razones de estado, la sensibilidad individual era el punto de partida. Esta vertiente, a la que Barnouw llama el documental poeta, fomentaba la experimentación formal y técnica y consideraba la banda sonora como un elemento de suprema importancia.
Algunas de las obras más representativas de este movimiento son La gran aventura (Det Stora Äventyet, 1953, Arne Sucksdorff), Vidrio (Glas, 1958, Bert Haanstra) o Necrología (Necrology, Standish D. Lawder, 1968). Sin embargo, la obra de los documentalistas-poetas vivía marginalmente y se vio rápidamente desplazada a raíz del creciente desarrollo del medio televisivo, en el que apenas había cabida para los experimentos considerados como fenómenos de vanguardia.
Otra de las tendencias que se desprendió del cine documental de posguerra fue la que Barnouw denomina como documental cronista, en la que los cineastas, en su función de historiadores, comenzaron a explotar de un modo innovador los vastos archivos de noticiarios acumulados durante más de medio siglo. Las películas de compilación alcanzaron altísimas cotas de interés por parte del público a raíz del fuerte apoyo que recibieron por parte de las televisiones, especialmente en los casos de la BBC británica o la NBC y la CBS en los Estados Unidos, y su práctica se extendió y desarrolló progresivamente en países como la India, Senegal, Argentina, Egipto o Corea del Sur.
Cuando la pantalla de televisión comenzó a acaparar la atención de todos, las potencialidades de este medio, considerado como una ventana abierta al mundo, parecían ilimitadas. La extraordinaria expansión que vivió el documental a través de la televisión aumentó el interés de los patrocinadores en este formato cinematográfico, hasta el punto de que, mientras unos veían esta inversión como una bendición, otros la consideraban una influencia corruptora en crecimiento. Esta coyuntura generó la categoría a la que Barnouw etiqueta como documental promotor, que el autor ejemplifica a través de las producciones promovidas por la compañía petrolífera Shell o el apoyo que la productora de aluminio Alcoa brindó a la serie de la CBS Véalo ahora (See it now) durante el enfrentamiento que sus creadores, Edward R. Murrow y Fred Friendly, mantuvieron con el senador Joseph McCarthy durante la denominada “caza de brujas”.
A partir de finales de la década de 1950 la historia del documental registró el nacimiento de varios géneros de disentimiento. Los documentalistas, impulsados por consideraciones ideológicas y por el disgusto que les provocaba el estilo “lavado de cerebro” de cierto tipo de cine documental, hallaron grandes oportunidades en los nuevos avances técnicos. En la década de 1960 éstos adquirieron creciente importancia.
La distribución de nuevos equipos más ligeros facilitó el desarrollo del documental observador, inspirado en la creencia de los seguidores del Free Cinema británico de la necesidad de realizar un cine de observación directa y cercana de los acontecimientos. Las cámaras salían a la calle y los cineastas penetraban a menudo en lugares que la sociedad se inclinaba a ignorar o a mantener ocultos, destruyendo estereotipos y legando al espectador la capacidad de interpretar y sacar conclusiones de sus películas. Esta práctica, conocida como “cine directo”, llevaba al documentalista observador a cuestionarse hasta qué punto la presencia de la cámara influía en los hechos que se filmaban.
De esta reflexión surgió una nueva tipología, la del documental agente catalizador. Desarrollada y difundida por el francés Jean Rouch, esta modalidad se diferencia del documental observador por la participación directa que el cineasta ejerce en las acciones que capta la cámara. En colaboración con Edgar Morin, Rouch desarrolló unos procedimientos que parecían actuar como “estimulantes psicoanalíticos” que facilitaban a los sujetos filmados hablar ante la cámara de cosas que antes habrían sido incapaces de discutir. Estos autores llamaron a su técnica cinéma vérité, traducción del kino-pravda (cine-verdad) defendido por Dziga Vertov. El cinéma vérité se fundamentaba sobre una interesante paradoja: circunstancias artificiales pueden hacer salir a la superficie verdades ocultas. Otros importantes autores asociados a esta corriente son el francés Chris Marker o el estadounidense Frederick Wiseman.
La última categoría establecida por Barnouw es la del documental guerrillero, que aglutina la producción de películas político-militantes durante las décadas de los años sesenta y bajo la fuerte influencia que ejerció el impacto de la Guerra de Vietnam sobre los medios de comunicación de masas. Este reivindicativo modelo de cine documental halló un importante impulso gracias al colectivo radical de izquierdas The Newsreel, cuyas intenciones fueron expresadas con palabras inflamables por Robert Kramer en 1968: "Queremos hacer films que desconcierten, que sacudan las suposiciones de la gente, que amenacen, que no se vendan fácilmente, que con un poco de suerte (un ideal imposible) exploten como granadas en la cara de la gente, o abran las mentes como un buen abrelatas"[1].
Como hemos visto, Erik Barnouw ofrece en su obra una clasificación que parte de un análisis multidisciplinar, en la que atiende a factores coyunturales de carácter tecnológico, social, antropológico, económico y político. Sin embargo, este modelo establece una categorización en la que se diferencian pragmáticamente movimientos o simplemente grupos de películas que comparten ciertas características estilísticas y sociales en común, que se desarrollan en un momento histórico específico. Así, desde el punto de vista de la teoría cinematográfica, estas categorías presentan problemas fundamentales para el análisis, ya que tanto desde una óptica pragmática como retórica circunscribe el documental en un catálogo historicista y cerrado que obvia gran parte de la complejidad de esta disciplina, de su evolución y de sus múltiples posibilidades.
Por lo tanto, podemos considerar esta obra una magnífica e imprescindible retrospectiva sobre el cine documental durante a lo largo de casi un siglo de historia, pero no una estricta una recopilación esclarecedora acerca de las principales teorías de clasificación con que se ha examinado el cine documental.
Si bien aún en la actualidad ninguna teoría ha recibido un respaldo unánime, el modelo que goza de un mayor reconocimiento en nuestros días es el paradigma de las seis modalidades de representación del cine documental (expositiva, de observación, interactiva, reflexiva, performativa y poética), establecidas por Bill Nichols entre 1991 y 2001.
Por su parte, Michael Renov ofrece también su propio modelo, en el qe establece cuatro categorías que responden a funciones retóricas: grabar, revelar o preservar; persuadir o promover; analizar o cuestionar; y expresar.

[1] A Montage of Programmatic Comments by Newsreel Filmmakers, Film Quarterly, 22 Winter, 1968: 47-48

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