CINE DE GÉNERO
En el imaginario de todo amante o aficionado al cine se reserva un lugar especial para la década de los '70, aquel mágico decenio en el que La Industria, o sea, Hollywood y su entorno, fueron tomados y comandados por cineastas que bebieron de la época dorada del cine de autor en Europa (focalizada especialmente en las cinematografías italiana y francesa), sin olvidarse de la obligada referencia didáctica de los maestros orientales, con el emperador Kurosawa a la cabeza. Con estos ingredientes, y una política de estudios propicia, la resaca de la revolucionarios '60 se convirtió en la mejor cosecha del cine estadounidense, aquel que sí llegaba a todas y cada una de la salas del mundo.
Nos vienen a la cabeza los nombres de Coppola, Scorsese, Bogdanovich, Cimino, y un largo etcétera. Pero al mismo tiempo, iba germinando una tendencia, coetánea pero espiritualmente diferente y puede que incluso opuesta, que de alguna manera, más bien impremeditada, acabaría por revertir la tendencia y fijar las bases de la política de producción actual. Hablo, cómo no, de las figuras de George Lucas y Steven Spielberg, cuya cultura fílmica residía más en el cine de género (ya fuese en forma de producción de serie B como en formato televisivo) que en las cinematografías de autor extranjeras de las que bebieron sus contemporáneos. Así, sus películas no llegaron a ser las obras maestras del momento (quizás tampoco lo ambicionaban) pero sí cambiaron para siempre la industria, y sobre todo (ciñéndose a lo estrictamente cinematográfico), la manera de concebir el cine de género, especialmente el de ciencia-ficción.
Hasta ese momento, hablando en líneas generales, la ciencia-ficción, bastante prestigiada en la literatura, distaba bastante de ser, como lo es hoy, un género de masas, destinado al gran público. Por un lado, estaba reservada al cine más intelectual, de autor, incluso 'de arte y ensayo', que seguía la estela de su hermana mayor en la literatura: desde el clásico Metrópolis, la odisea espacial de Stanley Kubrick, o las dos epopeyas estelares de TarKovsky (Stalker y Solaris), hasta el mediometraje experimental La Jetée de Chris Marker, la futurista Alphaville de Godard o la acertada adaptación de la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451 de la mano de un Truffaut enamorado de los libros.
Asimismo, gozó de un cierto auge en la década de los '50, dentro de la línea de serie B de unos estudios todavía dolientes de la ley anti-monopolio de 1948, y con unos efectos especiales precarios pero atrevidos, que marcaron un inicio. Títulos como Ultimátum a la tierra, La invasión de los ladrones de cuerpos, Planeta prohibido o La guerra de los mundos, sobreviven hoy como clásicos de culto, sin perjuicio de haber tenido en su momento una buena aceptación popular. Incluso podríamos incluir en este grupo a El planeta de los simios, ya a finales de los '60 y con producción de serie A.
Ya un tercer nivel, más marginal, más freak, y por tanto, más desprestigiado, tiene su sitio en la precaria pero abundante producción de sello independiente de categoría B y sucesivas. Films de ínfimo presupuesto, espíritu informal, consumido en sesiones dobles (o triples) en salas especializas, para un público residual y muy fiel. El prolífico y visionario Roger Corman, el entrañable Ed Wood (cuyo Plan 9 desde el espacio exterior tuvo el honor de ser considerado el peor film de la historia), la sex-symbol espacial Barbarella, la factoría Hammer o los primeros pasos de John Carpenter, que ya parodiaba el género en su primer largometraje, Estrella oscura. Un hábitat en el que se prodigó un género todavía más ninguneado, el del terror puro, con el cual la ciencia-ficción aparecía muchas veces hibridada.
Entonces, ¿cuál es la clave para entender un cambio tan radical de estatuto industrial y popular de los géneros? Esencialmente ha sido una vuelta completa de tuerca en cuanto al concepto, sentido y tono de las tramas. Uno de los aciertos fundamentales de Tiburón fue la ubicación del terror en una situación y un escenario cotidianos y de sobre reconocibles, como son la playa y el mar, desprovistos de cualquier elemento imaginario, fantástico o sobrenatural. En cuanto a la ciencia-ficción, fue también el propio Spielberg quien marcó un cambio de rumbo: en Encuentros en la 3º fase, se nos presentaba a esas desconocidas criaturas de otro mundo (extraterrestres, alienígenas, visitantes,... como queramos llamarlos), no como una amenaza para la raza humana, ni como invasores de la Tierra, ni usurpadores de nuestra naturaleza, sino como unos viajeros, unos peregrinos, unos amigos que querían conocer nuestro planeta. Ese giro diametralmente opuesto en esa nueva concepción del género alcanzó su cumbre algunos años más tarde con E.T., el extraterrestre.
Pero sin duda, la punta de lanza de todo este vuelco de situación ha sido la trilogía original de Star Wars. El concepto, importado de multitud de fuentes no cinematográficas, y prácticamente inédito en la gran pantalla, resultó novedoso y fresco, alcanzando cotas de taquilla sin precedentes. No se trataba de un viaje en el espacio, ni una invasión alienígena, ni una parábola de un futuro más o menos inmediato, sino de toda una saga de aventuras, con la forma de relato épico (están presentes todos los elementos y fases del viaje del héroe), influencias de multitud de subgéneros sin nada que ver con la ciencia-ficción, como el western, el peplum o los films de piratas, así como del arte del cómic (Lucas siempre se declaró fanático de Flash Thompson). Todo ello ambientando en un universo lejano y remoto, que, como el primerísimo rótulo indicaba, era totalmente ajeno a nuestro planeta, disipando así cualquier lectura premonitoria: lo que pasase o dejase de pasar allí no iba a afectar de ningún modo a nuestra existencia. Una galaxia, con humanos enfrentados (o criaturas de forma humana) y seres fantásticos, tanto amigos como enemigos, en la que se libra la continua batalla entre el Bien y el Mal.
El éxito abrumador de la primera película y de sus dos entregas sucesivas inició toda una era de trilogías megataquilleras que continúa hoy en día. Uno de los aspectos fundamentales fueron los efectos especiales, todavía bajo las limitaciones de la era analógica. No llegaban ni mucho menos a la perfección que nueve años antes había alcanzado Kubrick con 2001 (que incluso a día de hoy, donde los avances de la infografía parecen no tener fin, queda uno perplejo por su minuciosa precisión y su apabullante realismo), pero resultaron creíbles, funcionales, y en definitiva, eficaces, a un coste relativamente barato (sobre todo en la primera entrega, con mucho menos presupuesto que las siguientes), máxime si tenemos en cuenta lo bien que han envejecido sus efectos, y en consecuencia, las propias películas. De hecho, comparando la trilogía original y la nueva, la mayoría coincidiremos en que poseen mayor coherencia, y dentro de lo que cabe, mayor credibilidad, las soluciones analógicas de la primera que los fuegos artificiales, en ocasiones excesivos, de la segunda.
Esto fue sólo el principio del camino. A partir de la saga galáctica de Lucas, los estudios comenzaron a buscar a toda costa argumentos de aventuras espaciales, invasiones marcianas, futuros dominados por la robótica,... todo aquello susceptible de ser etiquetado como “ciencia-ficción”, que de la noche a la mañana pasó a ser la gallina de los huevos de oro de la industria. El resto de la historia ya la conocéis: Blade Runner, Alien y su saga, Terminator, factoría Star Trek, Matrix, y un eterno etcétera. Tres cuartos de lo mismo pasó con el terror puro, por fin dignificado durante los '70 y también el nuevo género estrella de las major.
Pocos años más tarde, la tecnología digital entraría en el cine, desarrollándose de una manera exponencial, y reduciendo cada vez más las limitaciones a la realización de la fantasía y l imaginación. Y es en el cine de género donde este aspecto, cada vez más importante en la producción cinematográfica, resulta más instrumental. Como todo, tiene su reverso negativo, que consiste en la propensión, desafortunadamente abundante en el cine comercial, de poner el argumento al servicio de los efectos especiales, y no al contrario, como debería ser por pura lógica.
En definitiva, los grandes avances en los efectos especiales no han hecho sino cambiar las tendencias de la industria, y las preferencias del público, por arrastre, convirtiendo géneros de culto en cine de masas, más que nada por tener aquellos las características innatas más propicias para la inserción de efectos visuales (y sonoros) que ofrezcan espectáculo al público y llenen las salas.
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