miércoles, 24 de marzo de 2010

JUVENTUDE EM MARCHA / COLOSSAL YOUTH (2006) de Pedro Costa (3/4)


PEDRO COSTA: EL AUTOR
COMO DISOLUCIÓN

Azahara Cerezo

Lisboa es el punto neurálgico por excelencia de Portugal. La capital de la burocracia en un país marcadamente centralista convive con un barrio que, bastantes lisboetas, confiesan haber conocido a través de las películas de Pedro Costa. El urbanismo incoherente de Lisboa no es nada comparado con el vacío en la construcción de los nuevos edificios blancos de Fontainhas.
Pero Costa encuentra en este barrio un vínculo que le lleva a pensar en responsabilidad respecto de éste. Lo que hay en el barrio es una ciudad árabe, “cada casa es una ciudad” (Neyrat, 2008: 126), una historia auténtica, unas catacumbas. El punto de partida es, pues, una ciudad encontrada, una found architecture, algo que lleva indisolublemente consigo un vínculo con el pasado. La imagen de la arquitectura ya es, por sí misma, documental, al constituir una huella memorizada de un presente concreto (Català, 2009: 111). La tarea de Costa parece ser exhumar esta retahíla de sustratos. Y hablando de Fontainhas esto no puede ser más que historias miserables, de inmigración, drogas y duros trabajos.

Por eso, cabe preguntarse si estamos ante cine social. El hecho de acercarse a la realidad ya es un compromiso. Otro grado es hacerlo casi sin mediaciones. Y otro, dejar que esa realidad hable, que la relación con el referente se exprese en primera persona. Todos los diálogos tienen este componente real.
Pero quizás esto no es suficiente para poder hablar de cine social. Es cierto que Costa está comprometido con Fontainhas, pero a veces parece más revelar una verdad poética que una una verdad social. Si consideramos el cine social como compromiso ante una realidad que se expresa de manera activa, Costa no lo cumple. Sin embargo, puede ser que estemos ante un nuevo tipo de film social, en el que la realidad se manifiesta disolviéndose, casi no manifestándose, o haciéndolo mientras se diluye.

En este punto, cabe la posibilidad de abrir un debate sobre como utiliza el director la realidad que tiene delante. Puede ser que, simplemente, se esté aprovechando de una esfera marginal, de una realidad tan sorprendente que es difícil que no acabe atrapando al espectador. Él mismo nos puede fingir que su interés por esta realidad es auténtico, pero para saberlo hay que ponderar otros elementos, su palabra aparte, como el grado de sacrificio ejercido por su parte en relación con el provecho obtenido.
Costa acaba quedando casi como una casa derruida de Fontainhas, termina transponiéndose en su entorno. Y es este lugar el máximo protagonista, por acoger en él a los otros protagonistas. Un sitio entre no-lugar y sí-lugar: un sitio de tránsito pero con significación que tiene que ver con la apropiación espontánea del espacio por parte de quienes lo transitan. Pero este rediseño urbano, legítimo por otra parte, llega mediatizado por el dispositivo cinematográfico, que marca la separación entre espacio y expresión.
Sobre la importancia del espacio en Juventude em marcha, basta con mirar la composición de los planos, donde comparten protagonismo la figura humana y lo matérico (una pared, una puerta, casi siempre en penumbra, cuando no en oscuridad total). También es básico el deambular constante, que es captado por varios planos a lo largo de la película (en las dos escenas del decoupage aparece). Podríamos hablar de referentes situacionistas, por ejemplo, “deambular sin rumbo por las calles de la ciudad”, decía Baudelaire refiriéndose a la reciente figura del dandy. Esta persona-personaje podía pasear sin oficio porque no lo necesitaba. Ventura pasea, precisamente, porque no puede satisfacer esa necesidad. Aun así, es cierto que se establece una relación con el espacio que encuentra resonancias en el situacionismo y la deriva.
Costa aúna el pasado con el presente, perdemos la perspectiva histórica que tanto ha caracterizado al documental. Si el conocimiento es implantado históricamente, como dice Foucault, aquí accedemos a él mediante la imagen y mediante la palabra. Pero, quizás, no es realmente interesante ver todo lo que se dice (pues ver es siempre mucho más de lo que se ve, como dice Merleau-Ponty e incluso, para ver más quizás no hace falta ver en sentido estricto). Tal vez mostrando una pared lacerada es suficiente, o la ausencia de ello en una pared blanca, de un piso recién construido. Tal vez es exhibir el vacío, pues (y otra vez resuenan las ideas de Blanchot) sólo podemos apropiarnos de las cosas y del ser a través de la rememoración, de la huella.
Es posible abrir una brecha al considerar que Juventude em marcha es cine social como reivindicación del cineasta al margen, de la posibilidad de realizar películas prescindiendo de las relaciones dominantes y opresivas sobre un film. Sin embargo, el film se inscribe más en la construcción de un universo cerrado que no en algún tipo de reivindicación explícita. La dificultad a la hora de determinar la posición de Juventude em marcha respecto al cine social radica en donde poner la frontera.
Para algunos, hacer visible una parte de lo real ya es suficiente para considerar esa imagen como social. Sin embargo, eso no deja de ser unas circunstancias dadas, y aunque Pedro Costa pretende acercarse a la realidad, hacer del cine una experiencia de cada día, más cotidiana, más humana, sus películas no llevan un discurso teledirigido para convencer al espectador de las injusticias o de la miseria. El director lo muestra no mediante un discurso directo, sino a través de, por ejemplo, grabar este deambular ya comentado, situaciones de espera, momentos en los que no pasa nada, pero que finalmente provocan una reflexión en el espectador.
Y esta reflexión no viene predeterminada por la forma en que se presenta, no hay una fórmula infalible. Lo hace Teresa Villaverde desde la ficción -y en terrenos temáticos próximos a Costa-, Angela Melitopoulos desde el documental, entre muchos otros. Y, puestos a comentar, esta misma reflexión provocada por un film no tiene porque ser necesariamente social, un ejemplo es En la ciudad de Sylvia, en una línea mucho más cerca del campo estético.
Aun así, cabe decir que lo social reside en esta manera de tratar la imagen, pero también está este tratamiento en los diálogos. Sin embargo, Pedro Costa parece estar convencido de que “la arquitectura desde siempre ofrece el prototipo de una obra de arte, cuya recepción sucede en la disipación y por parte de una colectividad” (Benjamin, 1973). De hecho, esta idea de la arquitectura conecta con la forma de entender el cine de Pedro Costa: tomando conciencia del espacio en el que realmente se debe trabajar, el espacio poético, esto es penetrar en la esencia del cine (Català, 2009: 254). Esto se visualiza en la construcción del espacio fílmico y de su tiempo: las escenas suceden en un espacio delimitado y son concebidas, cada una de ellas, como una totalidad. De hecho, la posición de la cámara y su invariabilidad en el plano así lo demuestran.

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