LA METRÓPOLI IMPONE
SU RITMO
Eloy Domínguez Serén
En la década de 1920 numerosos pintores ligados a diversas corrientes vanguardistas hallaron en el cinematógrafo un excelente tapiz sobre el que proyectar y desarrollar nuevas manifestaciones cubistas (Fernand Léger), surrealistas (Man Ray) o incluso dadaístas (Hans Richter y Viking Eggeling).
Estos artistas, tal y como explica Erik Barnouw, “tendían a concebir el cine como un arte pictórico, en el que la luz era el medio y que comprendía fascinantes problemas de composición”.
Piezas experimentales como Ballet mécanique (1925), Sinfonía de las carreras (Rennsymphonie, 1928) o La raya (Le pieuvre) comenzaron a exhibirse y debatirse en los recién creados cineclubes (el primero de ellos se fundó en París en 1924), que habían nacido como un instrumento de protesta contra el carácter comercial del cinematógrafo.
Uno de los artistas que mayor influencia ejerció sobre el desarrollo pictórico del cine fue el alemán Walter Ruttman (Frankfurt, 1887- Berlín, 1941), un polifacético creador que había estudiado pintura, arquitectura y música e incluso había llegado a ser un exitoso diseñador de pósters y que se mostró entusiasmado acerca de las nuevas posibilidades que ofrecía el invento de los hermanos Lumière:
“No hablo de un estilo nuevo ni de nada parecido, sino de una posibilidad de expresión totalmente diferente a todas las artes conocidas, dándole forma artística a una nueva forma de sentir la vida, «pintando con el tiempo» (...) Apenas ahora he logrado superar las dificultades técnicas que se oponían a la ejecución y hoy sé que el nuevo arte existe y que vivirá - porque se trata de un organismo con raíces y no de algo construido”.
La fascinación de Ruttman por este nuevo arte se cristalizó en una colaboración con el maestro Fritz Lang en Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1924), para la que creó una admirable secuencia onírica de pesadilla con temibles halcones negros.
Sólo tres años después el artista teutón se erigió como referente mundial gracias a la obra maestra Berlín: Sinfonía de una ciudad (Berlin: Die Symphonie der Großstadt, 1927), un proyecto que nació de una idea original del escritor Carl Mayer, guionista de El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), quien había concebido el film sobre la ciudad alemana tras manifestarse “cansado de imponer argumentos a la materia”.
Tras Ruttman y Mayer se incorporaría también al proyecto el prestigioso operador de cámara Karl Freund, célebre director de fotografía de Metrópolis (1927), cuyo impresionante trabajo se demostró imprescindible para el sobresaliente resultado del film.
A pesar de precedentes de proyectos similares como Nueva York (Julius Jaenzon, 1911), Manhatta (Charles Sheeler y Paul Strand, 1921) Moscú (Mikhail Kaufman y Ilya Kopalin, 1927), Rien que les heures (Alberto Cavalcanti, 1925) o Twenty-Four Dollar Island (Robert Flaherty, 1925-1927), “ninguna de estas obras engendró un legado pictórico ni ninguna suscitó tantas imitaciones como Berlín...” (Barnouw). De este modo, la película de Walter Ruttman inició una serie de “sinfonías de ciudades” al que él mismo contribuyó posteriormente con filmes sobre Düsseldorf, Stuttgart y Hamburgo, y a la que podemos añadir obras como Autumn Fire y A City Symphony (Herman Weinberg, 1929 y 1930, respectivamente), El hombre con la cámara (Dziga Vertov, 1929), À propos de Nice (Jean Vigo, 1930), A Bronx Morning (Jay Leyda, 1931) o City of con- trasts (Irving Browning, 1931).
Citando a Vicente Sánchez-Biosca, estas películas eran “sinfonías en las que la metrópoli imponía su ritmo, su fascinante trazado y daba cobijo a la muchedumbre hormigueante, la masa, una de las acuciantes preocupaciones de los filósofos de la época (...) la ciudad se convertía en una auténtica cadena de montaje, de velocidad, y la música sinfónica garantizaba un estilo de orquestación que afinara los distintos instrumentos en su diapasón”.
La acción diegética de Berlín: Sinfonía de una gran ciudad se desarrolla en menos de veinticuatro horas, “desde el alba hasta el ocaso del día” (Barnouw), tiempo en el que Ruttman, Mayer y Freund no sólo trazan un ambicioso retrato del estilo de vida de la capital de la República de Weimar, sino que también muestran “la abigarrada complejidad de la gran concentración humana” (José Ignacio Lorente Bilbao).
Sin embargo, al mismo tiempo, algunas de las secuencias más memorables de esta película se caracterizan por una ausencia absoluta de contenido humano. Este es el caso del poderoso primer acto del film, en el que “un tren a gran velocidad parte de los extrarradios para precipitarse sobre la urbe todavía desperezándose” (Sánchez-Biosca). Esta secuencia alcanza admirables cotas de fascinante abstracción, a través de un montaje vigoroso, hipnótico y subversivo, compuesto de “líneas telefónicas que se agitan a lo largo del recorrido, de configuraciones cónicas de las vigas de un puente ferroviario, de rieles que se dividen y bifurcan para volver luego a unirse (...) movimientos de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, de un lado a otro, de los enganches... todas estas cosas intercaladas con vistas del cambiante paisaje, que pasa de su carácter rural al metropolitano e industrial” (Barnouw)
En el segundo acto la ciudad despierta. Se abren persianas, ventanas y puertas. Los berlineses abarrotan las calles y comienza una ininterrumpida procesión de obreros y tranvías. Ruttman desvela la esencia de su “sinfonía”: su éxtasis por el movimiento, los ritmos y las configuraciones. Las correas, bielas y engranajes impulsan el ritmo de la narración, que va en aumento hasta que se interrumpe durante el descanso para comer. El realizador aprovecha este respiro para representar una metáfora de la desigualdad de clases a través de la comida.
Tras la pausa, la ciudad vuelve al trabajo, la muchedumbre reanuda su faena y el caos se apodera de nuevo de Berlín. La vorágine permanece tras el fin de la jornada laboral, con la invasión de tabernas y cabarets, la seducción de las piernas de las bailarinas y los carteles luminosos. El día se acerca a su ocaso en Berlín, y con él finaliza “un canto, una prosopopeya, a la ciudad viva” (Sánchez-Biosca) .
Os dejo el archivo de la película completa:
BIBLIOGRAFÍA
- BARNOUW, Erik. El documental. Historia y estilo. Barcelona: Gedisa, 2005.
- LORENTE BILBAO, José Ignacio. Miradas sobre la ciudad. La sinfoníacomo representación de la urbe. Leioa: Universidad del País Vasco, 2002
- SÁNCHEZ-BIOSCA, Vicente. Fantasías urbanas en el cine de los años veinte. Lars, cultura y ciudad nº 7, Primavera 2007.
2 comentarios:
no la conocía y por lo que dices tiene muy buena pinta, habrá que buscarla
felicidades por el blog
Si tienes la oportunidad de verla no lo dudes, es una experiencia impresionante. En mi caso pude verla en una sala de cine (en el CGAC de Santiago de Compostela) y realmente sentí que me trasladaba en el tiempo hasta 1927, a alguna de las proyecciones que entonces se hacían en los cineclubes.
Un saludo y gracias por leernos
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