jueves, 30 de septiembre de 2010

Series de TV - Vuelve BORED TO DEATH


SADOMASOS DE LA RISA


Julio C. Piñeiro

Por muchas telecomedias que se hayan estrenado este año (de las cuales aún tendremos que hablar) y del flamante regreso de otras ya consolidadas y de muy buena calidad, ninguna suple, ni de lejos, el efecto que nos produce esta pequeña joya de la HBO. Se trata de una vuelta que esperábamos con mucha ansia, debido a la sensación de querer más y más que nos dejó su primera temporada, la cual constaba únicamente de ocho episodios. Por desgracia para nuestros paladares y nuestra ansia de humor, este segundo volumen contará con la misma duración. Ya se sabe, los canales de cable van por libre y juegan sus propias reglas, y aunque se pueden identificar fácilmente sus políticas de producción y emisión, estas nunca serán una ciencia exacta. Pues eso, ocho capítulos (siete descontando el que nos ocupa) que habrá que saborear al máximo.

El episodio cuenta con la misma fórmula narrativa que en toda la primera temporada: un esquema procedimental, algo atípico, en el que cada caso es sólo la excusa, el contexto, para las situaciones más delirantes, pero un procedimental, al fin y al cabo. Si muchos reconocen en House la virtud de ofrecer un drama médico como si de un relato policial-detectivesco se tratase, aquí este recurso supone toda una seña de identidad. Así, el atípico y paródico relato detectivesco funciona, de manera explícita, como el vehículo para los diferentes gags, tanto momentáneos como más durativos, y en general, para historias del humor más absurdo y catastrófico, cercano en tono y espíritu, y sin exagerar, al de Seinfeld, la serie que cambió para siempre el concepto de telecomedia.

El caso de la semana se vuelve a introducir en las perversiones más secretas e íntimas de la clase media-alta neoyorquina, ofreciéndonos, siempre de la manera más divertida posible, un informal retrato de la hipocresía, la doble moral y el cinismo de estos individuos, muchas veces representados en la propia figura de George (Ted Danson). Si ya nos habíamos partido la caja con prostitutas chantajistas, adolescentes promiscuas hijas de psicólogos dominantes y opresores, o el contrabando a media escala de semen para inseminación artificial, no podía faltar una razonable dosis de sadomasoquismo.

Como acabo de decir, al burgués medio y asentado le gusta disfrutar de sus perversiones pero en secreto, sin que salgan a la luz y denigren su imagen pública. Así, nos encontramos con un oficial de la policía montada que quiere su nombre fuera del registro de clientes de una mazmorra de sado, dada la cercanía de una importante redada. Para ello, contrata los servicios de nuestro entrañable Jonathan, que, con la torpe pero lograda naturalidad que le caracteriza, consigue hacerse pasar por un cliente y borrar el disco duro de “la mazmorra”, que así se llama este paraje, no clandestino, pero sí bastante discreto. Muy acertado el cameo de Kristen Johnston (Cosas de marcianos), bastante desaparecida últimamente, como la “practicante”. En medio de gracietas con la palabra de seguridad (“eunuco”), llega la inevitable redada y los coge en plena faena.

Un Jonathan embutido en cuero de los pies a la cabeza (con la oportuna cremallera en el trasero) logra escapar y se da de bruces con su cliente, que participa en la redada, pero que no lo ayuda a marchar de allí, ante la atención de sus compañeros. Sin teléfono, sin cartera, nuestro protagonista echa a correr por los parajes más reconocibles de Nueva York en esa guisa, llamando la atención de todo hijo de vecino, como no podría ser de otra manera. Puede que sea el lío más embarazoso en el que se ha metido hasta ahora el detective, más que nada, por su “audiencia” multitudinaria. Aún así y todo, salvado por la máscara. Buscando una cabina con algo de calderilla, acaba llamando a cobro revertido a Ray pero éste se encuentra “indispuesto”. La única salida, por tanto, es acudir a la oficina de su excéntrico jefe, al que pilla en plena junta. Por una vez, se invierten las tornas, y es George quien tiene que sacar del apuro a Jonathan.

Pese a respetar el esquema procedimental, el capítulo funciona asimismo como una correcta season premiere, ofreciéndonos componentes seriales para la nueva temporada. Empezando por el propio protagonista, a quién la crisis creativa le ha pasado factura y el fracaso de su segunda novela (más bien, proyecto de) se ha hecho por fin patente. No habiendo entregado ni una mísera página, no le queda otra que devolver el adelanto de la editora. Por tanto, y pese a los trabajos para George y las ganancias, más bien exiguas, de su actividad detectivesca, se ve obligado a impartir un taller de escritura para llegar a fin de mes (la vida del freelance es muy dura, en serio). En ese taller, además de inspiración para una nueva novela que acabará llegando, tendremos una ración de perlas verbales y delirios de un manojo de alumnos a cada cual más variopinto. Os ilustro con un ejemplo: “Quiero escribir una novela sobre un hombre que sea o un mensajero ciclista o un mago espástico. O un mensajero espástico. Aún no lo he decidido.”

Al mismo tiempo, vemos que la relación de Jonathan con Stella, la ecologista porroadicta, ha trascendido el “polvo de unos días”, aunque todavía no se le puede colgar la etiqueta de seria o estable. En cuanto a George, me da que esta temporada va a tener que estar algo menos desbocado, al menos en los primeros episodios. Resulta que un grupo empresarial llevado por una junta profundamente conservadora y religiosa ha adquirido su revista. En consecuencia, no le queda otra que moderar sus instintos y deseos más gamberros si quiere preservar su posición, previo recorte de sus lujosas dietas. Pero no os alarméis, no es una pena en absoluto: las situaciones pueden ser incluso más tronchantes que con el George más suelto. De hecho, en este mismo capítulo, su oficina es la última etapa de la trama procedimental, y en medio de una junta de católicos cerrados, tiene que socorrer a un espontáneo que irrumpe en la oficina con indumentaria de sado y gritando su nombre. Qué casualidad que es su “empleado” favorito y amigo más fiel, el que acostumbraba a resolverle los marrones, suministrarle hierba y demás menesteres.

Y nos queda el enorme Ray, quizás el más auténtico de este trío calavera. La relación con su novia, que en la primera temporada empezó en algo delicada y sólo iba a peor, termina de romperse. Y la ruptura no podría haber sido más tajante y sin anestesia, en medio de un paseo por el parque. El barbudo gordinflón entra en una espiral de amargura y derrotismo (por eso no va a socorrer a su necesitado amigo cuando lo llamó) de la que tardará un tiempo en recuperarse. Pero lo mejor de todo es que, en cuanto empiece a salir de esa fase, se desatará el Ray que llevábamos tiempo esperando: una oronda sex machine al acecho de todas las nenitas que se presten (o no), el terror de la nenas, el antigalán de libro. Ya pudimos ver alguno de sus trazos futuros al inicio del episodio, cuando ve salir a la alumna más apetecible (la única apeticible, más bien) del curso de Jonathan, una jovencita que le hace soltar un enmarcable “Hello, Nabokov”. ¿Existe en algún otro sitio una manera tan fresca, impredecible y provechosa de colar una referencia cultural?


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