Me reitero en lo que dije en la última entrega. El aluvión de prometedores estrenos y esperados regresos no debe apartarnos del disfrute de las series que han tenido el detalle de animarnos el verano. Y en Crítica y Cine seguimos siendo fieles en nuestro análisis semanal de los episodios. En cuanto a Rubicon, una entrega algo atípica ahonda por fin en la dimensión relacional y Will Travers tiene por fin una agradable distracción, mientras que la incertidumbre es más fuerte que nunca a medida que se van atando los cabos. Por otra parte, los responsables de Weeds callan todas esas bocas que acusaban a la serie de agotamiento y nos ofrecen uno de los mejores capítulos de la joya de la Showtime, en la que el karma, en su versión negativa (y vengativa) se establece como principio organizador de los acontecimientos.
Rubicon 1x09: No honesty in Men
Sólo quedan tres capítulos, las emociones están a flor de piel y se da la vuelta a muchos planteamientos anteriores que creíamos asentados. Por fin hemos podido lado más humano, más carnal, más pasional de nuestros personajes, y especialmente del frío e introvertido Will Travers. El miedo y la angustia lo lleva a una situación muy atípica en la que acaba desatando sus instintos, en el buen sentido. Y descubrimos que podemos fiarnos de algunos personajes, que no todos tienen que estar necesariamente metidos en el ajo, por mucho que el título del episodio rece lo contrario. Así, se revela por fin el “enigma” de la vecina de al lado, en cuya magnética expresión no se ocultaba para nada una infiltrada de alguno de tantos cabos de esta compleja conspiración.
Andy, que así se llama, no es más que un espíritu libre, una soñadora que sobrevive como puede, intentando siempre hacer lo que le encanta: pintar. El señor Travers, contra todo pronóstico, rompe el hielo y se presenta en su puerta con un tomate para cenar, así tal cual. A la chica enseguida le hace tilín el rarito de Will, aunque éste no puede mentir durante demasiado tiempo y no tarda en revelarle su complicada profesión, su peliaguda situación y el auténtico motivo por el que improvisó esa cita: en cualquier momento, alguien iba a entrar en su piso para reponer los micros que se había cargado a sabiendas. No podía estar en su piso, y desde el de ella podría ver al intruso. En plena noche, un viejo conocido irrumpe en su apartamento y prepara de nuevo el tinglado. ¿Quién? Pues el mismo Donald Bloom, aquel sobre el que Kale Ingram le recomendó disuadirse.
La cuestión es que Andy acaba descubriendo la pistola en el bolso de Will, y en vez de asustarse, parece que le alimentó el morbo tanto como para lanzarse de lleno, y Travers, que tampoco es de piedra, aunque a veces lo parezca, no se resiste. Por fin Rubicon nos ofrece un momento pasional, incluso más tórrido de lo que cabría esperar en un relato de personajes tan fríos y desapasionados. Enseguida crece entre ellos el cariño y, lo que es más importante, la confianza, en una serie caracterizada precisamente por su total ausencia en cualquier ámbito. Por cierto, Maggie realiza una breve aparición, pero parece que se le ha dado carpetazo definitivo a su asunto, y no creo que la volvamos a ver.
Por otro lado, Kale Ingram, aquel del que tanto dudamos y tanto nos cuesta adivinar para dónde va a tirar, pasa también, hasta cierto punto, al lado de las víctimas, de los perseguidos, desde un Spangler que lo aborda a una hora y en un lugar no demasiado pertinentes, hasta la presencia del “hombre de la gabardina” de turno, del que Ingram enseguida se percata. Se lo comenta a Will, quizás para ganarse su comprensión y apoyo, pero lo único que consigue es ser increpado por ese doble juego que se está marcando, cada vez más explícito, y que lo está empezando a pagar. La gran incógnita sobre la identidad del cerebro principal, el principal articulador del complot, está más abierta que nunca, y se aparta bastante de Kale, que parece más bien un eslabón muy valioso, y se acerca cada vez más a un Spangler al que no tardaremos en ver actuar. Al margen de todo eso, la información que Ingram le proporciona a Will en este episodio será fundamental para lo que queda de temporada, ya que acelera algo que estaba tardando demasiado en suceder por “casualidad”. Efectivamente, le da a conocer el caso de Tom Rhumor. Las dos líneas de investigación están a punto de encontrarse, y entonces acabaremos sabiendo toda la verdad, o al menos, una parte suficiente.
Mientras tanto, en la trama de Katherine, durante una visita a la viuda de Bradley, se nos confirma que todos esos hombres de la foto se conocían desde muy pequeños, y que esta fue tomada en una de tantas reuniones en Fisher's Island. En ella, además de sus respectivos difuntos, Lady Rhumor reconoce a James Wheeler (del que, dada su ausencia, podemos deducir el destino fatal que nos sugirió el capítulo anterior) y la señora Bradley a un compañero de su marido en Atlas McDowell: el mismísimo Truxton Spangler, quién si no. Un nombre que a Katherine le suena pero no es capaz de recordar exactamente de qué (sí, de aquella fiesta en su casa, en la que vimos los primeros retazos de “la compañía” así como un breve y casual encuentro entre ella y Will, todavía desconocidos). La señora Bradley le menciona entonces el API, y esa misma noche, nuestra protagonista merodea afuera de sus instalaciones con la cautela suficiente, sin dar ningún paso sospechoso y reconociendo el terreno.
Por último, ya queda cada vez más claro el auténtico objetivo de la trama procedimental secundaria, que de “relleno” no tiene absolutamente nada. Se trata realmente de aquello que para muchos es el espíritu de Rubicon: ilustrar al detalle mostrar la ardua y erizada experiencia cotidiana en el ámbito de la inteligencia, sobre todo en cuanto a los elevados obstáculos que el desempeño de esta labor supone para la vida personal e íntima. Algo que describió con mucho acierto en una entrevista el actor principal, James Badge Dale: “De alguna manera, es la antítesis de la experiencia humana”. Primero, con el siempre seco y arisco Grant Test, del que por fin conocemos algo de su vida cuando su mujer lo va a visitar al trabajo tras haber sido despedida. Asimismo, Miles parece por fin querer superar su separación y mueve ficha con Julia (otra más sobre la que podemos descartar las sospechas), que casualmente, sustituirá a Tanya en el equipo durante su ausencia temporal.
Todavía no sabemos nada acerca de la renovación de Rubicon, así que habrá que estar muy atentos, porque los próximos tres episodios pueden ser las últimas etapas de este breve pero placentero viaje.
Justo cuando acabamos de saber que la Showtime confirma la renovación de esta serie y de la debutante The Big C para la próxima temporada, va y nos cae este episodio para cuya descripción bastan cinco sílabas con la misma métrica: CA-PI-TU-LA-ZO. Para saltar de alegría como un bellaco. El boomerang del karma, el deus ex machina a lo bestia, la teoría del caos, una maliciosa voluntad divina,... todos intentos siempre parciales de explicar el rocambolesco, aleatorio e impredecible efecto de la coincidencia. Y cuándo esto se junta con el humor negro tan propio de Weeds, el resultado es un tercer acto espectacular y frenético, el “que más puede pasar”, que nos deja en un estado de tensión ideal para las entregas venideras.
Ese orgiástico cliffhanger no es más que el resultado final de una colisión múltiple que recoge restos de los capítulos anteriores. Y atención, que no tiene nada que ver con toda esa cantidad de hierba que le compraron a Linda antes de tener un inesperado encontronazo con la policía, no. De eso salen bastante bien. Si en el episodio anterior era el móvil de Andy la pista que llevó a César, secuaz y Doug a Seattle, los “arreglos” en el papeleo del monovolumen dejan cabos suelto (lo que buscaban realmente los policías) que sirven a aquellos, como maná caído del cielo, para dar con el paradero exacto de los Botwin. Con qué habilidad han sabido explotar un recurso tan sencillo y concreto como es un maldito terminal telefónico.
Por otro lado, estaba claro que Shane iba a complicar las cosas. Aunque se zafa con una admirable maestría de la encerrona en la que lo metieron sus amiguitas, diciéndoles de todo con la suficiente elegancia como para que no se indignasen, estas acaban por personarse en el cuarto de motel donde se hospedan los “Newman”, que visto lo visto, no les ha durado nada la nueva vida. Primero van ellas solas para conocer el cotarro, y se dan cuenta de que la familia es aún más disfuncional de lo que pensaban. Luego vienen acompañadas por el sheriff, una asistente social sordomuda y su intérprete, encontrándose a un Andy en pelota picada, recién salido de la ducha, con el bebé en brazos. Pero esto todavía no es el colmo.
Esa iniciática red de trapicheo que Nancy se había montado en el hotel ha hecho aguas en menos de nada. ¿La culpable? Esa otra doncella que ya le había descubierto el pastel en la lavandería, que por cierto, os sonará de haberla visto como la bruja curandera en la primera temporada de True Blood. Pues bien, del chantaje se llega a las manos. Y justo cuando Nancy pensaba que le había dado esquinazo, aparece también en el motel, poco antes de que entrase en escena el variopinto grupo antes mencionado, sedienta de venganza, acompañada por un maromo de 3x3 que mete pánico. Entonces se da la enésima casualidad, que este gigantón está en búsqueda y captura. Así, el cuarto de motel se va convierte en el camarote de los hermanos Marx, todos huyen de alguien o buscan a alguien. El colmo de la desesperación para Nancy llega cuando Shane llama y confirma sus peores sospechas: ha sido atrapado por César, y los vemos yendo en coche a alguna parte. El espectador no puede parar de reír, y Nancy está punto de romper a llorar.
Para llorar sí que son los derroteros del pobre de Silas, aquel que buscaba con más afán la redención y la estabilidad; parecía haber encontrado sus sitio perfecto, de infiltrado en la universidad y con una novia sexualmente muy concesiva. Pero como todo lo bueno, no podía durar, y aunque hasta el último momento pensó en quedarse y desmarcarse de esa eterna espiral de huida de sus familia, se da cuenta de que no le queda otra. No sólo deja la vida con la que siempre había soñado, sino que también se ve obligado a robar una vez más, y esta vez, a su propia querida.
Como siempre, las situaciones tensas sirven de entrada a los movimientos y revelaciones más sinceros en las relaciones de los personajes. El sempiterno tira y afloja entre Nancy y Andy alcanza el inmediato pre-clímax, un punto de no retorno. Ella siempre ha sabido que su cuñado estaba coladito, y él, que su cuñada lo utilizaba, en cierta manera, para que siempre estuviese a su lado, porque aunque ella le diga que nunca van a estar juntos, reconoce que lo necesita a su lado. Cuestionamientos de los acontecimientos desde el mismísimo inicio, dentro de esa manera tan original y elegante de tratar el rencor que sólo esta serie sabe hacer. Andy se da cuenta por fin de su posición privilegiada, y de ser el eterno pagafantas, parece que finalmente asumirá los avatares del liderazgo, que ya era hora. Lo mejor es la respuesta que le da a Nancy cuando ella afirma que todas sus parejas han muerto: “Your pussy is a death sentence”.
Aparte del rumbo global del episodio y esa sensacional secuencia final, el episodio nos ofrece momentos cómicos para enmarcar. El mejor, cuando una de las madres solteras, muy feminista y todo eso pero necesitada como la que más, encuentra en Andy a un “padre de alquiler” perfecto para engendrar un nuevo retoño, y se lo va devorando mientras confirma que no tiene una serie de enfermedades raras. O también, cuando el siempre jocoso César perdona la vida al patán de Doug por “voluntad divina” (por una oportuna llamada de móvil, todo un deus ex-machina, pero permisible) aunque en el fondo deseaba cargárselo, y luego increpa a su secuaz por “pronunciar el nombre de Dios en vano” por la misma razón.
Por último, no podría pasar una reseña más sin dedicar una mención de honor a las siempre originales cabeceras. Weeds, desde que abandonaron la intro permanente en la cuarta temporada, sólo son igualados por Los Simpson en cuanto a las cabeceras variables. La de este episodio, para mayor aliciente, realiza un calco casi íntegro de un plano que se puede ver más adelante en la propia diégesis, cambiándole sólo lo necesario.
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