Julio C. Piñeiro
Por poco nos pilla el toro de lleno. Os traemos las reseñas pendientes de las series que nos llevan acompañando desde el verano. Y procuraremos que no ocurra lo mismo con las de esta semana, aunque el aluvión de estrenos y regresos nos vaya a quitar bastantes horas de sueños. A lo mejor habrá que considerar la necesidad de redimensionar esta sección, que puede volverse demasiado inabarcable.
Que no os alarme este título tan surrealista: cada uno de esos grupos nominales tiene sentido a su modo, en relación a sus respectivos capítulos. La entrega semanal de Mad Men rompe la dialéctica general de la cuarta temporada y nos trae un episodio atípico y más intimista que de costumbre. En Rubicon, se empiezan a ver ya las manos que mueven los títeres, aunque sea muy difícil predecir sus próximos movimientos. En cuanto a Weeds, la sucesión de acontecimientos nos lleva a la posición que estábamos esperando, y el aceite, a su manera, tiene mucho que ver.
Mad Men 4x08: The summer man
De nuevo, la mejor serie del momento nada a contracorriente en el río cronológico. Aquí con pena acabamos de despedir el verano, mientras que en la Nueva York de los años '60 la temporada estival se acerca. Y con ella, el calor y la modorra que la suelen acompañar cuando las obligaciones no permiten distenderse. Tenemos un capítulo alejado de la intensidad y la exuberancia que caracteriza a las entregas de esta cuarta temporada. Pero ni mucho menos se ha alcanzado el vacío o el conformismo, sino que más bien se rescata la esencia de la primera temporada: en líneas generales, parece que no está pasado nada, pero en breves y chocantes lances nos damos cuenta de que por debajo de esa aséptica superficie está ocurriendo mucho.
Esta suspensión la observamos sobre todo en Don. Muy debilitado todavía por la muerte de Anna, inicia una especie de proceso de redescubrimiento interior. No sólo por los solitarios largos en la piscina deportiva. Ni por ese monólogo interior, esa inédita voz en off en la que el protagonista intenta hacer un balance de sus entrañas, algo así como lo que vimos recientemente hacer a Sterling, pero respondiendo a una motivación completamente opuesta. También en situaciones de la esfera profesional a las que responde de manera inusual, atípica, haciendo lo contrario a lo que haría habitualmente. Me refiero a la indolencia con la que actúa ante las continuas impertinencias de Joey, actuando con un inesperado pasotismo y dejando la resolución del peliagudo conflicto en manos de Peggy, la que ya es oficialmente su protegida.
Por otro lado, en este capítulo Draper tiene dos encuentros románticos sumamente diferentes entre sí, sobre todo, en cuanto a su significado. En primer lugar, con la dulce y no tan ingenua Bettany van Nuys (Anna Camp, una actriz a la que ya hemos podido ver en True Blood y Glee), una aventura superficial, un distracción momentánea. Ella, que sí se había hecho algunas ilusiones, se hace consciente de ello y Don no pretende que piense lo contrario. La culminación de su encuentro en el taxi supone un nuevo acto de “provocación retardada”: Mad Men es una serie que en el momento histórico que representa nadie se atrevería a hacer ni por asomo, aunque todos supiesen en el fondo que aquel sí era el mundo en el que vivían y no el que el sistema les pretendía hacer creer. Una nueva medallita (y van ya unas cuantas) para una producción excelente.
En segundo lugar, aquello que todos estábamos esperando y deseando, aunque bien es cierto que parecía que se iba a demorar algo más de tiempo. Era evidente que la TSNR entre los dos mayores erizos de la serie, Don y Faye (dejemos de llamarla Dra. Miller, ya hay confianza), se hacía cada vez más explícita y crecía a bastante velocidad. Primero la vemos a ella manteniendo, en la oficina, una fuerte discusión telefónica con alguien que enseguida se intuye como una ex-pareja. Un Draper muy perdido y desorientado busca un nuevo estímulo para su vida, y éste llega en forma de rubia tenaz. Obviamente, él lleva la iniciativa, y tras muchas largas, ella acepta una cita. Al final de la velada, tras un cena repleta de rebuscadas indirectas, por fin rompen el hielo. Eso sí, el señor Draper nos vuelve a dar otra gran sorpresa cuando él mismo, y no ella, opta por el “esta noche no”.
Si hay un argumento serial para esta temporada, ese no es otro que la guerra de los Draper, que se está desarrollando de una manera mucho menos previsible y aturrullada de lo que cabría esperar. Tras encontrarse, por pura y sarcástica casualidad, en un mismo restaurante, los Francis con Don y su cita de turno (Bettany), Henry no puede soportar el excesivo resentimiento de Betty, que no puede responder más que a un profundo (y pueril) sentimiento de despecho. Esas cajas con pertenencias de Don en el garaje de villa Draper, en la que ahora viven (de alquilados, recordemos) Betty y los niños con Henry, funcionan a la perfección como una metáfora de los restos de Don que quedan todavía en la vida de Betty, que para aquel, como podemos comprobar más tarde, cuando las recoge para después tirarlas al contenedor, son solo residuos, estorbos insignificantes. Draper es, ante todo, un nómada de la existencia, y sigue adelante. Así y todo, el encuentro (y probable inicio de relación) con Faye resulta muy constructivo y reflexivo en su vida, por lo que sí decide finalmente presentarse en el cumpleaños de su hijo pequeño (que apenas lo reconoce), cuando sabe a ciencia cierta que no era bien recibido ni se le esperaba.
Pasamos a la zona off-Draper. En este episodio vemos lado más débil, en todos los aspectos, de la habitualmente frívola y impasible Joan. En una estado de preocupación continua por la inminente partida de su marido a la guerra, lo que colma el vaso son las persistentes impertinencias de Joey (ya adelanté que el “trío calavera” la iba a montar tarde o temprano), en una subtrama que ha devuelto al ruedo, de golpe y sin prolegómenos, el machismo más tajante y explícito. Paralelamente, Peggy sigue ese proceso de transformación en algo-muy-parecido-a-Don. Sintiéndose entre ofendida por las acciones de su inmaduro e irrespetuoso subordinado y solidaria con una mujer que siempre la ha apoyado y enseñado, toma cartas en el asunto, y tras recibir la correspondiente delegación de su superior y mentor, despide a Joey, enseñándonos su lado más severo e imperturbable.
Eso sí, lo mejor de esta parte está por llegar: al final del día, Peggy y Joan se encuentran en el ascensor. La frialdad seriedad de la pelirroja es sepulcral ante una Miss Olson que, sin especial egolatría, espera un gesto de agradecimiento por su parte. En cambio, lo que obtiene, para el espasmo suyo y del espectador, es una malévola y reveladora reprimenda verbal de Joan. Emulando la voz del espectador más retorcido y malpensado, le recuerda a Peggy, y a nosotros mismos, lo que es ella realmente, lo que todos sabíamos que era desde el principio: un trepa, vale que honrada y nada viperina, pero una trepa al fin y al cabo, que está viendo cumplidas sus pretensiones a pasos agigantados, hasta el punto de convertirse en la mano derecha del cerebro y alma de la agencia. Menuda machada de la pelirroja, aunque tenga toda la razón. Justo ahora que le habíamos cogido tanto cariño a Miss Olson...
Rubicon 1x08: Caught in the Suck
Hace algunos posts indicábamos la importancia que iba a tener ese doble juego que se estaba marcando Kale Ingram con respecto a Will y a la investigación del complot. Unos movimientos cada vez más inciertos, de motivación más enigmática incluso que la propia conspiración en sí misma. Pues bien, en este episodio adquiere toda su dimensión y parece marcar el cauce por el que trascurrirán muchos acontecimientos a partir de ahora. Lo más importante de este episodio no son los movimientos de Will, sino los cambios en su manera de tratar a otros personajes, cambios inducidos directa y exclusivamente por el propio Ingram. Las revelaciones hacia el pasado no se encaminan esta vez hacia los restos de la conspiración, pero resultan igualmente importantes para el desarrollo de la serie y la esfera de los personajes.
En primer lugar, Maggie. Decíamos en el último capítulo, con la oportuna trama procedimental del descubrimiento de un topo, que la buena de Maggie parecía esconder algo. Pues bien, no era aquel topo, ni mucho menos una parte de la conspiración. Pero lo que ahora sí sabemos que el primer momento fue contratada por Ingram para inspeccionar a Will en todo lo que pudiese, rebuscando en su oficina cada día. Ahora se entiende esa actitud paternalista de Kale hacia ella, y su incómoda reacción cada vez que Will le preguntaba algo acerca de Kale. No dudamos que sean reales y verdaderos los evidentes sentimientos que han germinado hacia su compañero, al mismo tiempo que la espiaba (de hecho, acaba abandonando la nave), pero esta nueva revelación no hace más que patentar la teoría principal e hilo conductor de la serie: nadie se salva de la sospecha, todos ocultan algo. Maggie es, en definitiva, un peón de Ingram, que la seleccionó por su perfil ideal para aceptar un acometido de tal calibre, éticamente hablando: emocionalmente débil, con problemas familiares y dificultades financieras para la correcto manutención de su hija.
Ahora bien, ¿qué posición tiene a su vez Ingram en todo ese entramado que Travers investiga? No parece tener demasiada conexión con la(s) compañía(s) y sus cabezas visibles, más allá de su relación con Donald Bloom, que parece meramente circunstancial. En este punto, también toma partido Ed Bancroft. Como cabía esperar, se conocen bastante bien, lo que no quiere decir que tengan una gran relación. Ingram parece empeñado en involucrarlo de lleno en la investigación de Travers, jugando en ambas direcciones con ellos dos, y dándoles pistas que a saber donde conducen (o de dónde les apartan). Por otra parte, con respecto al tema de Maggie, es él, y no ella, quien le revela a Will la realidad. ¿Qué esconde realmente Ingram? ¿Para dónde tira? ¿A dónde pretende llevar realmente a Travers y a Bancroft? ¿Será él aquel séptimo hombre de la lista de David, el único cuyo identidad no se pudo descubrir?
Entre los hallazgos propios del protagonista, destaca el descubrimiento del emplazamiento físico donde operan las diferentes compañías: Atlas McDowell, Garzon (agencia de Edward Roy) y el Citizen's Institute de Spangler. Aparece todo en el mismo lugar, un mismo bloque de oficinas, en lo que parece ser un conglomerado empresarial en el que manda también Spangler. Al margen de eso, vemos por fin a “la compañía” reunida, a todos esos hombres que estuvimos viendo en diferentes episodios. Sabemos que su entramado tiene que ver con las operaciones confidenciales, el terrorismo y el tráfico de armas. Se nos confirma su responsabilidad en la irrupción en villa Rhumor, centrándose ahora en la figura de Katherine, sobre la que el propio James Wheeler parece descartar cualquier posible sospecha. Se sugiere también el motivo de la repentina decisión de Tom Rhumor, que parece no ser otra que la amenaza de sus compañeros por haber puesto en peligro la integridad de “la operación” en cuestión.
Más tarde, en el despacho de Wheeler, vemos aquella misma foto que vio Katherine tanto en las pertenencias de su difunto marido como en las del igualmente malogrado en misteriosas circunstancias Gerald Bradley. Una foto antigua de siete niños cogidos de los brazos. Algo me dice (y no he tenido que pensar mucho) que esos niños acabarían fundando la compañía/hermandad/loquesea de marras. Ahora bien, si dos de esos hombres son los ya fallecidos Rhumor y Bradley, quedarían aún otros cinco. Como cinco son los comensales de la compañía: Spangler, Wheeler, Gilbert y otros dos cuyo nombre desconocemos. Rubicon empieza a engendrar su propia mitología.
De ahí pasamos a unos momentos íntimos de Wheeler en su casa, algo muy inusual e inesperado para un personaje tan secundario hasta ahora, en lo que parece ser un déjà vu, una reedición de aquella todavía desconocida sucesión de acontecimientos que llevaron a Rhumor a suicidarse. Pues todo indica que a Wheeler le aguarda el mismo destino. En un momento se da cuenta de que está siendo espiado desde una ventana contigua: la espiral de traiciones y desconfianza parece infinita. Habiendo ya apartado a los demás de la persecución de Katherine, o al menos, creyendo haberlo hecho, le deja un mensaje en su contestador, una disculpa con un fuerte aroma a despedida, para luego enviarle una señal, un indicio que le permita seguir la pista: la misma foto de marras con un trébol de cuatro hojas dibujado en el reverso. ¿Os suena? Ese mismo signo que provocó la drástica decisión de Tom Rhumor en la primerísima secuencia de la serie. Ahora ya sabemos, sin lugar a dudas, que se trata de una marca, un testimonio fatal, sin saber qué anuncia realmente, pero sí que se trata de algo terrible. De alguna manera, podemos constatar que Wheeler será a Katherine lo que David a Will, aunque en el primer caso, la interpretación de los diferentes códigos tendrá que hacerse de modo mucho más intuitivo y “pagano”.
Por último, no podría faltar la subtrama procedimental de turno, que en este episodio se hace más intensa, aunque quizás demasiado extensa con respecto a su, creemos que poca, relevancia. El personal del API al completo tiene que pasar un control de orina. Todos sabemos de qué pie cojea Tanya, pero en primer lugar, los tiros no van por aquí. Muy nerviosa ante los resultados, Tanya, junto con Miles, es enviada en una mini-misión junto a la CIA. Su acometido no es otro que la supervisión de unos interrogatorios en una cárcel clandestina, directamente relacionado con todo el tinglado de Tanaz que ellos estaban investigando. Y más que establecer remotas conexiones con la trama principal (que a estas alturas de temporada, ya no creo que surjan), este segmento, al que fácilmente le puede caer el calificativo de “relleno”, parece tener su objetivo principal en mostrarnos las barbaries que los agentes de inteligencia están obligados a contemplar en el día a día de su vida profesional, así como la frivolidad e impasibilidad con la que, a la fuerza, acaban manejándolas. Algo ya presente de manera más verbal que visual en los primeros episodios. Así y todo, el reset procedimental no es completo. Al final, con los resultados de los análisis en mano, Spangler le da un voto de confianza a Tanya, le da la oportunidad de tratar su adicción y le ofrece todo su apoyo. Perdónenme, pero todo esto apunta a que Tanya será un nuevo peón del tablero de Truxton, que aprovechará su debilidad tal como Ingram hizo con Maggie. Entre manipuladores anda el juego.
La caravana de los Newman se ha asentado por fin, al menos provisionalmente. De California pasamos a Tijuana y ahora a Seattle. Allí, los personajes parecen haber encontrado cada uno su sitio, su propia comodidad. Así de rápido. Y por supuesto, como no podría ser de otra manera, Nancy ya se ha montado su propia red de distribución de la mercancía. Todavía muy precaria, y no todo lo lucrativa que podría ser, pero funciona, que es lo importante. Qué pronto le ha llegado la dicha a los Botwin en su nueva vida.
Nancy consigue lo que le hacía falta: un intermediario. ¿Que quién es? Pues un viperino e intrépido conserje, todo un trepa del mundo de la hostelería de lujo. De tan bien curtido que está, y avalado por su amplia cartera de contactos, detecta el estado de inferioridad en el que se encuentra ahora mismo nuestra protagonista, que empieza desde cero, y así le saca más tajada de la que debería. Pero la veteranía y la astucia de Nancy no tardarán en aparecer y seguro que este pimpollo muerde el polvo más pronto que tarde.
La mercancía se vende como lo seda y hace falta ir a por más. Volvemos a Linda Hamilton, a quien ya podemos calificar de proveedora oficial, tal como ocurría con Heylia en las primeras temporadas. Pero el efectivo sigue siendo un imperativo, así que a Lady Botwin no lo queda otra que improvisar en cuanto su familia le reclama la paga semanal. En este punto llega uno de los momentos más irreverentes de toda la serie, en el que Nancy llega su versión más arrastrada jamás vista y ofrece pagar la materia prima “en especies”,... cromosomas Y, conténganse: no habrá escena calentorra entre milfs. Linda (que así se llama también el personaje) es una tía dura y no se le convence con eso, lo que no quiere decir que le deje de resultar apetecible en algún momento.
La salida llega por otro lado. Las armas de mujer muchas veces residen en la astucia, y así Nancy encuentra la solución. La clave está en el aceite. No, malpensados, abandonad ya los pensamientos calenturientos. Como ya dije en el episodio anterior, la casa de Linda es de todo menos normal. Pues eso, que el coche de su hija funciona con biodiesel, lo que reducido a lo absurdo y a lo burdo viene a decir que necesita aceite usado en cantidades para poder arrancar. Aquí se le enciende la bombilla. Acaba recurriendo, por no variar, al bueno de Andy, que acaba accediendo a darle el aceite de la cocina, muy a riesgo de poner en serio peligro su nuevo puesto como ayudante del chef. El flirteo de ambos es demasiado llamativo, así que apuesto que de esta temporada no pasan sin romper el hielo de una maldita vez.
La carretera es demasiado apasionante como para dejarla de lado. Así, mientras unos ya se han asentado en su parada, otros van en camino. César y su lacayo, con Doug de rehén, empiezan la búsqueda siguiendo el rastro del móvil de Andy. Con estos tres chalaos sobre ruedas, los momentos cómicos se multiplican. Las continuas amenazas de muerte de los secuestradores y la desesperadamente cómica autodefensa del rehén crean un genial contrapunto humorístico. Así, el culmen del cachondeo se presenta cuando llegan a Seattle y localizan al poseedor del teléfono: un pobre mendigo que no quiere saber nada del asunto. Al más puro estilo de aquel grandioso momento de Pulp Fiction en el que a Travolta se le disparaba la pistola tras pasar por un bache, aquí es la fugaz irrupción de un gato callejero lo que precipita el gatillo, llevándose por el medio al pobre mendigo. Ahora los sicarios tendrán algo más de lo que preocuparse mientras buscan a Nancy.
Volviendo a los Botwin, como ya he dicho, cada uno parece alcanzar la felicidad a su manera. Silas se infiltra en la vida universitaria y enseguida descubre su lado más ocioso y hedonista. Andy logra colar una de sus elaboraciones más preciadas en el menú, y viendo el éxito, el excéntrico chef (un papel a la medida del gran Peter Stormare) decide darle el puesto de ayudante, no sin antes hacerle pasar por un castigo tan clásico como el pasillo. Veremos lo que hará cuando se entere de que falta aceite. Sus líneas argumentales parecen quedarse en lo personal, sin interferir en la trama serial.
El cliffhanger se hace inmejorable. Andy y Nancy son cazados in fraganti por una pareja de policías cuando salen de casa de Linda con la mercancía. La dicha se marcha tan rápido como llegó. Empiezan los problemas, es decir, se avecina mucha diversión. Con César al acecho, y Shane en un fregao de tres pares, las siguientes entregas se intuyen frenéticas y apasionantes. Y atención, que aún están pendientes las apariciones de Richard Dreyfuss y Mark-Paul “Zack Morris” Gosselaar, así como los regresos de Audra y la tía Jill.
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